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La Puerta de Bronce y Otros Cuentos By: Manuel Romero de Terreros |
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LA PUERTA DE BRONCE
Y OTROS CUENTOS
1922 Sentado en un amplio sillón de velludo carmesí, al lado de ancha
ventana, el Cardenal de Portinaris estaba dictando su testamento. A
la primera cláusula que contenía su profesión de Fe, había logrado
dar un giro distinto del acostumbrado, de manera que a la par de un
compendio de la Religión Católica resultaba un verdadero opúsculo
literario. El Prelado, muy satisfecho, prosiguió a enumerar cada uno
de sus bienes, y al hacerlo, parecía que iban arrancándose las más
hermosas páginas de la historia del arte. El notario escribía a toda
prisa y, a pesar de estar muy acostumbrado a ese género de trabajos,
se fatigaba en grado sumo, y gruesas gotas de sudor aparecían sobre
su calva frente. Terminadas las cláusulas preliminares, el Cardenal hizo una pausa y
dirigió la mirada vagamente a través de la ventana de su estudio. La
Plaza del Duque era un hervidero de gente, y el Prelado seguía con
la vista el ir y venir de carruajes y peatones. Transcurrió algún
espacio de tiempo; el notario se pasó el pañuelo por la frente
varias veces, y por fin observó tímidamente: ¿Sí, Eminencia? Pero el Cardenal permanecía callado. ¿Si, Eminencia? insinuó de nuevo el letrado. La verdad era que el Cardenal Diácono de la Basílica de Santa María
de las Rosas estaba perplejo; no encontraba a quién nombrar
heredero. Miembro de una de las más esclarecidas familias de
Toscana, con él terminaba su ilustre progenie: su único sobrino, el
Conde Fabricio de Portinaris, se había marchado a América hacía
quince años y no se había vuelto a tener noticia de él. Ministros
diplomáticos y agentes consulares, por más averiguaciones que
hicieran, no habían podido proporcionar ningún informe, y todo el
mundo consideraba que el Conde había muerto. Desde sus primeros
años, don Fabricio había dado pruebas de un carácter indomable, su
bolsillo fué siempre un pozo sin fondo, y no era secreto para nadie
que sus locuras habían conducido a su madre a un sepulcro prematuro. Los ojos del Cardenal se empañaron de lágrimas y durante largo
tiempo estuvo pensando a quién nombrar heredero. Sabía que las
llamadas obras de beneficencia poco podrían aprovecharse de una
fortuna que consistía mas bien en objetos de arte que en bienes
materiales, y dolíale el alma al pensar que éstos fueran a parar a
manos del anónimo e insípido personaje que se llama el Estado. Decidió por fin legar todo su caudal a algún amigo, y resolvió
hacerlo a favor del Príncipe de Sant' Andrea, prócer bondadoso y
magnánimo Mecenas. Instituyo por mi único y universal heredero, empezaba a dictar el
Cardenal, cuando sonó leve toque en una puerta. ¡Adelante! exclamó el Prelado, y apareció en el umbral un
sirviente vestido de negro. Adelantóse éste y presentó en una
salvilla de plata una tarjeta, que el Príncipe de la Iglesia tomó
con cierto gesto de enfado. Si al leer en ella: "El Conde Fabricio
de Portinaris" experimentó alguna sorpresa, pudo dominarla en
seguida, pues con tono tranquilo dijo al notario: Ramponelli, mañana terminaremos. Puede Vd. retirarse. El notario recogió sus papeles, metiólos dentro de un cartapacio, y
con éste bajo el brazo, fué a besar el anillo cardenalicio, y salió
de la estancia después de hacer profunda reverencia. En seguida ordenó a su camarero: ¡Que pase el Conde! Don Fabricio de Portinaris rayaba en los cincuenta años. Era
extraordinariamente delgado y bajo de cuerpo; tenía la nariz
aguileña, el cabello entrecano y el rostro tan lleno de arrugas, que
a primera vista aparecía estar sonriendo continuamente. Al verlo entrar en el estudio, su tío ni se inmutó ni se puso de
pie: sólo dijo secamente, dirigiendo involuntaria mirada al retrato
de César Borgia que pendía en uno de los muros. No esperaba veros más, sobrino. Creí que habíais muerto. Aun vivo, Eminencia, repuso el Conde sonriendo, e hizo ademán de
besar la mano del Prelado, pero éste la retiró disimuladamente
indicando con ella una butaca cercana... Continue reading book >>
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