COMO ANDA EL MUNDO, VISION DE BABUCO, ESCRITA POR ÉL PROPIO. Entre los genios que á los imperios del mundo presiden, ocupa Ituriel uno de los primeros puestos, y tiene á su cargo el departamento de la alta Asia. Baxó una mañana á la mansion del Escita Babuco, á orillas del Oxô, y le dixo así: Babuco, los Persas han incurrido en nuestro enojo por sus excesos y sus desvaríos, y ayer se celebró una junta de genios de la alta Asia para decidir si habian de castigar ó destruir á Persepolis. Vete á este pueblo, examínalo todo; me darás cuenta, y por tu informe determinaré si he de castigar ó exterminar la ciudad. Yo, señor, respondió humildemente Babuco, ni he estado nunca en Persia, ni conozco en todo aquel imperio á ninguno. Mas vale así, dixo el ángel, que no serás parcial. Del cielo recibiste sagacidad, y yo añado el don de inspirar confianza: ve, mira, escucha, observa, y nada temas, que en todas partes serás bien visto. Montó pues Babuco en su camello, y se marchó con sus sirvientes. Al cabo de algunas jornadas, encontró en los valles de Senaar el exército persa que iba á pelear con el exército indio; y dirigiéndose á un soldado que halló en un parage remoto, le preguntó qual era el motivo de la guerra. Por los Dioses celestiales, que no lo sé, dixo el soldado, ni me importa; mi oficio es matar ó que me maten para ganar mi vida: servir aquí ó allí, es para mí todo uno; y aun puede ser que me pase mañana al campo de los Indios, que dicen que dan á los soldados cerca de media-dracma de cobre al dia mas que en este maldito servicio de Persia. Si quereis saber porque pelean, hablad con mi capitan. Babuco, despues de haber hecho un regalejo al soldado, entró en el campo, y habiendo hecho conocimiento con el capitan le preguntó el motivo de la guerra. ¿Cómo quereis que lo sepa yo? ¿y qué me importa, sea el que quiera? Yo resido á doscientas leguas de distancia de Persepolis; me dicen que se ha declarado la guerra, y al punto dexo mi familia, y, como es costumbre, voy á buscar fortuna ó la muerte, porque no tengo otra cosa que hacer. ¿Y vuestros camaradas, dixo Babuco, no estan tampoco mas instruidos que vos? No, dixo el oficial: solamente nuestros principales sátrapas son los que á punto fixo saben porque nos degollamos. Atónito Babuco se introduxo con los generales, y se insinuó en su familiaridad. Al fin le dixo uno de ellos: La causa de la guerra que asuela veinte años ha el Asia, procede en su orígen de una contienda de un eunuco de una de las mugeres del gran rey de Persia, con un oficinista del gran rey de las Indias. Tratábase de un derecho que producia con corta diferencia un triésimo de darico; y como tanto el primer ministro de Indias como el nuestio sustentáron con dignidad los derechos de su amo respectivo, se inflamáron los ánimos, y saliéron á campaña de cada parte un millon de soldados. Cada año es necesario reclutar estos exércitos con quatrocientos mil hombres. Crecen las muertes, los incendios, las ruinas y las talas; padece el universo, y sigue la enemiga. Nuestro ministro y el de Indias protestan con mucha freqüencia que no les mueve otra cosa que la felicidad del linage humano; y á cada protesta se destruye alguna ciudad, ó se asuelan algunas provincias. Habiéndose al otro dia esparcido la voz de que se iba á firmar la paz, dieron el general indio y el persa á toda priesa la batalla, que fue sangrienta. Vió Babuco todos los yerros y todas las abominaciones que se cometiéron, y fué testigo de las maquinaciones de los principales sátrapas, que hiciéron quanto estuvo en su mano para que la perdiera su general: vió oficiales muertos por su propia tropa; vió soldados que acababan de matar á sus moribundos camaradas, por quitarles algunos andrajos ensangrentados, rotos y cubiertos de inmundicia; entró en los hospitales adonde llevaban á los heridos, que perecían casi todos por la inhumana negligencia de los mismos que pagaba á peso de oro el rey de Persia para que los socorriesen. ¿Son hombres estos, exclamaba Babuco, ó son fieras? Ha, bien veo que ha de ser destruida Persepolis. Preocupado con esta idea pasó al campo de los Indios, donde, conforme á lo que se le habia pronosticado, le recibiéron con tanto agasajo como en el de los Persas, y donde presenció los mismos excesos que le habian llenado de horror. Ha, ha, dixo para sí, si quiere el ángel Ituriel exterminar á los Persas, también tiene que exterminar á los Indios el ángel de las Indias. Habiéndose informado luego mas menudamente de quanto en ambos exércitos habia sucedido, supo acciones magnánimas, generosas y humanas, que le pasmáron y le embelesáron. Inexplicables mortales, exclamó, ¿cómo podéis juntar con tanta torpeza tanta elevacion, y tantas virtudes con tantos delitos? Declaróse en breve la paz, y los caudillos de ambos exércitos, que por solo su interes habian hecho verter la sangre de tantos semejantes suyos, se fuéron á solicitar el premio á su corte respectiva, puesto que ninguno habia ganado la victoria. Celebróse la paz en escritos públicos que anunciaban el reyno de la virtud y de la felicidad en la tierra. Loado sea Dios, dixo Babuco; Persepolis va á ser la mansion de la mas acendrada inocencia, y no será destruida, como querian aquellos malditos genios: vamos sin mas tardanza á ver esta capital del Asia. Llegó á esta inmensa ciudad por la antigua entrada, aun sumida en la barbarie, y que inspiraba asco por su rudo desaliño. Sentíase toda esta porcion del pueblo del tiempo en que se habia edificado; que hemos de confesar, sea qual fuere el empeño de exâltar lo antiguo á costa de lo moderno, que en todas cosas las primeras pruebas siempre son toscas. Metióse Babuco entre una muchedumbre de gentío compuesto de quanto mas puerco y mas feo en ámbos sexôs pueda hallarse, la qual entraba á toda priesa en un obscuro y tenebroso recinto. El continuo zumbido, el movimiento que notaba, y el dinero que en un platillo algunas personas echaban, le dió á entender que estaba en un público mercado; pero quando vió que muchas mugeres se hincaban de rodillas, mirando al parecer á lo que tenian enfrente, y en realidad á los hombres de lado, echó de ver que se hallaba en un templo. Unas voces ásperas, carrasqueñas, desentonadas y gangosas hacian que en mal articulados sonidos la bóveda resonara, parecidas á la voz de los animales cerdudos que en las llanuras de la Mancha responden al corvo y agudo instrumento que los llama. Tapábase los oídos; mas tuvo luego que taparse ojos y narices, quando vió que entraban en el templo unos zafios con palas y azadones. Levantaron estos una ancha piedra; tiráron á mano derecha y á mano izquierda una tierra que exhalaba un hedor intolerable; pusieron luego un muerto en el hueco que habían hecho, y volviéron á sentar la piedra. ¡Con que entierran estas gentes, exclamó Babuco, á sus muertos en los sitios mismos donde adoran la divinidad! ¡con que estan empedrados con cadáveres sus templos! Ya no me espanto de las pestilenciales dolencias que con tanta freqüencia afligen á Persepolis; capaz es de envenenar todo el globo terraqüeo la podredumbre de tantos muertos y de tantos vivos apeñuscados en un mismo sitio. ¡Ha, qué sucio pueblo es Persepolis! Sin duda que la quieren destruir los ángeles, para edificar otra Ciudad mas hermosa, y poblarla de gentes mas aseadas, y que mejor canten: la Providencia sabe lo que se hace; no nos metamos en quitarle su idea. Acercábase ya el sol á la mitad de su carrera, y tenia Babuco que ir á comer al otro extremo del pueblo, á casa de una dama para quien le habia dado carta de recomendacion su marido que era oficial en el exército. Anduvo por mil y mil calles de Persepolis; vió otros templos mas bien adornados, adonde concurria gente mas culta, y donde se oía una harmónica música; reparó en fuentes públicas, que aunque defectuosas hacian maravilloso efecto; vió frescas y amenas calles de árboles, jardines donde se respiraban los mas exquisitos olores, y se vían reunidas plantas de los mas remotos pueblos. Maravillóse al ver magníficos puentes, puesto que estaban destinados á pasar un arroyuelo que sin mojarse los piés se vadea las quatro quintas partes del año; pasó por calles anchas y magníficas, llenas de palacios á una y otra acera, y entró por fin en casa de la dama que con una sociedad de personas decentes le esperaba á comer. Estaba su casa limpia y bien adornada; la señora era moza, hermosa, discreta y cortés, y la sociedad amable; y decia Babuco entre sí: Sin duda que habia perdido el juicio el ángel Ituriel, quando queria destruir una ciudad tan cumplida. Mas advirtió muy breve que la señora, que al principio le habia pedido amorosamente nuevas de su marido, al fin de la comida hablaba mas amorosamente á un mago mozo. Luego vió que un magistrado delante de su propia muger hacia mil halagos á una viuda, la qual estrechaba con una mano el cuello del magistrado, y daba la otra á un mozo muy lindo y modesto. La primera que se levantó de la mesa fué la muger del magistrado, que se encerró en un gabinete inmediato para conferenciar con su director de almas, hombre eloqüentísimo, que con tal energía hubo de discurrir con ella, que volvió abochornado el rostro, humedecidos los ojos, la voz trémula, y los pasos vacilantes. Babuco entónces se empezó á rezelar de que tenia razon el genio Ituriel. Con el dote que tenia de grangearse la confianza, supo aquel dia mismo los secretos de la dama, la qual le fió su cariño al mago mozo, asegurándole que en todas las casas de Persepolis encontraria lo mismo que en la suya habia visto. Infirió Babuco que no podia durar semejante sociedad; que todas las casas habian de estar asoladas por zelos, venganzas y rencillas; que sin cesar habian de verterse lágrimas y sangre; que infaliblemente habian de matar los maridos á los cortejos de sus mugeres, ó de ser muertos por ellos; finalmente que hacia Ituriel muy bien en destruir de una vez un pueblo abandonado á horrendos desórdenes. Fuése despues de comer á uno de los mas soberbios templos de la ciudad, y se sentó en medio de una muchedumbre de hombres y mugeres que habian ido allí á matar el tiempo. Subió un mago á una máquina alta, y discurrió largo tiempo acerca del vicio y la virtud; y habiendo dividido en varias partes lo que no era menester dividir, probó metódicamente las cosas mas claras, enseñó lo que sabia todo el mundo, se exaltó sin motivo, y salió sudando y sin respiracion. Despertóse entonces la gente, y creyó que habia asistido á una instruccion. Babuco dixo: Este buen hombre ha hecho quanto ha podido por fastidiar á doscientos ó trescientos conciudadanos suyos; pero su intencion era buena, y esto no es motivo para destruir á Persepolis. Lleváronle, al salir de esta asamblea, á que viera una fiesta pública que se celebraba todos los dias del año en una especie de basílica, en cuya parte interior se vía un palacio. Formaban tan hermoso espectáculo las ciudadanas mas hermosas de Persepolis, y los principales sátrapas colocados en órden, que al principio creyó Babuco que se reducia á esto la fiesta. En breve se dexáron ver en el vestíbulo de este palacio dos ó tres personas que parecian reyes y reynas; su idioma era muy distinto del que estilaba el vulgo, y tenia ritmo, harmonía y sublimidad. No se dormia nadie, que todos en alto silencio escuchaban, y si le interrumpian, era para dar pruebas de admiracion y ternura general; y con tan vivos y bien sentidos términos se hablaba de las obligaciones de los reyes, del amor de la virtud, y de los riesgos de las pasiones, que arrancáron lágrimas á Babuco: el qual no dudó que fuesen los predicadores del imperio aquellos héroes y heroinas y aquellos reyes y reynas que acababa de oir, y hasta hizo propósito de persuadir á Ituriel que los viniese á escuchar, cierto de que semejante espectáculo le reconciliaria con Persepolis para siempre. Concluida la fiesta, quiso visitar á la reyna principal que en aquel hermoso palacio habia anunciado tan sublime y acendrada moral. Hizo que le introduxeran en casa de su magestad; y le lleváron por una mala escalerilla á un segundo piso, donde halló en un aposento pobremente alhajado una muger mal vestida, que con noble y patético ademan le dixo: Mi oficio no me da para vivir; uno de los príncipes que habeis visto me ha hecho un hijo: estoy para parir: no tengo dinero, y sin dinero todo parto es un mal parto. Babuco le dió cien daricos de oro, diciendo: Si no hubiera cosas peores en la ciudad, poco motivo tuviera Ituriel para estar tan enojado. Fué de allí á pasar la tarde á las tiendas de mercaderes de magnificencias superfluas. Llevóle un sugeto inteligente que se habia hecho amigo suyo, compró lo que halló de su gusto, y con muchas cortesías se lo vendiéron mucho mas caro de lo que valia. Quando hubo vuelto á casa, le hizo ver su amigo que le habian estafado; y apuntó Babuco en su libro de memoria el nombre del mercader, para que el dia del castigo de la ciudad no le echara Ituriel en olvido. Estando escribiendo, llamáron á la puerta, y entró el mercader que le traía á Babuco su bolsillo que se habia dexado olvidado encima del mostrador. ¿Cómo es posible, dixo Babuco, que seais tan generoso y escrupuloso, despues de haber tenido cara para venderme vuestras buxerías quatro tanto mas de lo que valen? No hay en toda la ciudad, le respondió el mercader, negociante ninguno algo conocido, que no hubiese venido á traeros el bolsillo; mas quando os han dicho que os he vendido lo que en mi tienda habeis comprado el quadruplo de su valor, os han engañado, porque os lo he vendido diez veces mas de lo que ello vale; y esto es tan cierto, que si dentro de un mes os quereis deshacer de ello, no os darán ni el diezmo: y no hay empero cosa mas conforme á razon, porque siendo el antojo de los hombres lo que da valor á estas fruslerías, ese mismo antojo da de comer á cien obreros que empleo yo, y á mí me da una casa bien puesta, un buen coche, y buenos caballos. Este antojo es quien vivifica la industria, y mantiene el fino gusto, la circulacion y la abundancia. A las naciones comarcanas les vendo mucho mas caras que á vos esas mismas frioleras, y de este modo sirvo con provecho al imperio. Paróse Babuco pensativo un, rato, y le borró luego de su libro. No sabiendo que pensar de Persepolis, se determinó á visitar á los magos y á los literatos, lisonjeándose de que alcanzarian estos el perdon de todo lo restante del pueblo, porque unos se aplican á la sabiduría, y á la religion los otros. La mañana siguiente fué á visitar un colegio de magos, y le confesó el archimandrita que tenia trescientos mil escudos de renta por haber hecho voto de pobreza, y que exercia una vasta jurisdiccion en virtud de otro voto de humildad. Dicho esto, dexó á Babuco en manos de un aprendiz de mago, para que le obsequiase. Enseñábale este las preciosidades de esta casa de penitencia, quando se esparció la voz de que traía comision de hacer reformas. Al punto le diéron memoriales de cada una, que todos en sustancia venian á decir: _Conservadnos á nosotros, y suprimid todos los demas_. Si daba crédito á sus propias apologías, todas estas congregaciones eran necesarias; si atendia á sus recíprocas acusaciones, todas merecian ser destruidas. Pasmábase Babuco de que no hubiese ninguna que, por edificar al universo, no quisiese ser árbitro de él. Presentósele entónces un hombrecillo que era semi-mago, el qual le dixo: La grande obra se va á cumplir, y Zerdust ha vuelto á la tierra; por tanto os rogamos que nos ampareis contra el Gran Lama. ¿Con que contra el pontífice monarca, respondió Babuco, que reside en el Tibet?--Contra ese mismo.--¿Pues qué? le hacéis guerra, y alistais contra él un exército?--No es eso; pero dice que el hombre es libre, y nosotros no lo creemos: escribimos contra él libracos que no lee; y apénas si nos ha oido mentar, puesto que nos acaba de condenar, como un propietario que manda extirpar las orugas de su huerto. Asombróse Babuco de la locura de hombres que profesan la sabiduría, de las marañas de los que habian renunciado del mundo, de la ambicion y altiva codicia de los que predicaban humildad y desinteres; y coligió que sobraban razones valederas á Ituriel para destruir toda esta raza. Retiróse á su casa, mandó que le compraran libros nuevos para calmar su enfado, y convidó á comer á varios literatos para su recreo. Llegáron mas del doble de los que habia llamado, como acuden las avispas á la miel. No se daban vado estos gorreros á hablar y á engullir, y elogiaban dos clases de hombres, los muertos y ellos propios, mas nunca á sus coetáneos, exceptuando el amo de casa. Si decia uno un dicho agudo, baxaban los demas los ojos, y se mordian la lengua de sentimiento de no ser ellos los autores. Eran ménos cautelosos que los magos porque no aspiraba su ambicion á tan altos objetos, solicitando cada uno un empleo de sirviente y la reputacion de grande hombre. Decíanse en su cara denuestos, que se les figuraban agudos epigramas. Habíaseles traslucido algo de la comision de Babuco, y uno de ellos en voz baxa le suplicó que exterminase á un autor que no le habia dado suficientes elogios; otro lo pidió la pérdida de un ciudadano que en sus comedias nunca se reía; y otro la extincion de la academia, porque jamas habia podido conseguir ser su individuo. Acabada la comida, se fueron solos todos, porque en toda esta caterva no habia dos que se pudieran sufrir, ni se hablaban mas que en las casas de los ricos que á su mesa los convidaban. Creyó Babuco que poquísimo se perdia con que pereciese toda esta landre en la general destruccion. Apénas se zafó de ellos, se puso á leer algunos de los libros que acababan de publicarse, y advirtió en ellos el carácter de sus convidados. Indignáronle mas que todo las gacetillas de calumnias, y los archivos de mal gusto dictados por la envidia, la hambre y la torpeza; viles sátiras que respetan los buytres y despedazan las palomas; novelas faltas de imaginacion, donde se ven mil retratos ideales de sugetos que sus autores no conocen. Tiró al fuego todos estos detestables escritos, y salió aquella tarde de casa, para ir al paseo. Presentáronle á un literato anciano que no habia venido á aumentar el número de sus pegotes. Esquivaba este la muchedumbre, conocia á los hombres, sabia servirse de ellos, y se explicaba con cordura. Hablóle Babuco con mucho sentimiento de quanto habia visto y leido. Cosas muy despreciables habeis leido, le dixo el cuerdo letrado; pero en todos tiempos y en todo pais es muy comun lo malo, y rarísimo lo bueno. Habeis dado acogida en vuestra mesa á las heces de la pedantería, porque en toda profesion lo que siempre se presenta con mas descaro es lo que ménos merece salir á la plaza. Viven unos con otros, sosegados y en el retiro, los verdaderos sabios, y aun no nos faltan libros y autores que son acreedores á vuestra atencion. Miéntras que estaba hablando, llegó otro literato, y fuéron sus razonamientos tan instructivos y agradables, tan superiores á las preocupaciones, y tan conformes con la virtud, que confesó Babuco que nunca habia oido semejante cosa. Hombres son estos, decia para sí, á quien no se atreverá el ángel Ituriel á hacer mal, á ménos que sea muy despiadado. No conservaba ménos enojo contra lo demas de la nacion, puesto que se habia reconciliado con los literatos. Sois un extrangero, le dixo el hombre juicioso que le hablaba, y se os presentan de tropel los abusos, miéntras que se os esconde el bien oculto, y que no pocas veces de estos mismos abusos resulta. Supo entónces que habia entre los literatos muchos que no eran envidiosos, y hasta entre los magos algunos que eran virtuosos. Al fin entendió que estos grandes cuerpos, que con sus choques preparaban al parecer su ruina común, eran en la realidad fundaciones provechosas; que cada asociacion de magos era un freno para sus émulas; que si á veces estas diferian de opinion, todas enseñaban una moral misma; que instruían el pueblo, y sujetas á las leyes: semejantes á los preceptores que zelan los hijos de casa, miéntras que á ellos los zela el amo. Trató á muchos, y encontró entre ellos almas celestiales; y supo que entre aquellos mismos locos que querian poner guerra al Gran Lama, habia varones eminentes. Sospechó al cabo que podian ser lo mismo las costumbres de Persepolis que sus edificios, que unos le habian parecido dignos de lástima, y otros le habian sobrecogido en admiracion. Dixo un dia al literato: Ahora conozco que los magos, que por tan peligrosos habia tenido, pueden ser muy provechosos, especialmente quando un prudente gobierno estorba que se grangeen sobrado influxo: ¿pero qué utilidades, pueden resultar de las colosales riquezas de los asentistas y agentes del fisco? Aquel mismo dia vió que la opulencia de estos, que tanto le habia repugnado, producia á veces mucho fruto, porque habiendo necesitado dinero el soberano, halló en una hora por su medio lo que por las vias ordinarias no hubiera en seis meses encontrado; y se convenció de que estas pardas nubes, alimentadas con el rocío de la tierra, le restituían en lluvias lo que de ellas recibian: aparte de que los hijos de estos hombres nuevos, por lo comun mas bien educados que los de las mas antiguas familias, valian mucho mas que estos; porque tener por padre un buen calculador no quita que sea uno juez recto, valiente soldado, ó hábil estadista. Poco á poco perdonaba Babuco la codicia del asentista, que en la realidad no es ni mas ni ménos codicioso que los demas, y que es indispensable; disculpaba la locura de disipar su caudal por hacer la guerra, que era orígen de tantas bélicas proezas; y perdonaba los zelos de los literatos, entre quienes se hallaban sugetos que ilustraban el mundo: se reconciliaba con los magos ambiciosos y tramoyistas, que con pequeños vicios juntaban grandes virtudes; puesto que le quedaban no pocos escrúpulos, especialmente sobre los galanteos de las damas, y las horrendas conseqüencias que infaliblemente habian de producir, y que le llenaban de horror y sustos. Queriendo exâminar todos los estados, hizo que le llevaran á casa de un ministro, y en el camino iba temblando de ver alguna muger asesinada por su marido en presencia suya. Llegó á la antesala del hombre de estado, y estuvo dos horas aguardando á que dixeran que estaba allí, y otras dos despues que lo hubiéron dicho, haciendo en este tiempo firmísimo propósito de recomendar al ministro y sus insolentes concierges al enojo del ángel Ituriel. Estaba la antesala atestada de damas de todas clases, de magos de todos colores, de jueces, mercaderes, oficiales y pedantes, que todos estaban quejosos del ministro. Decian el avariento y el logrero: No hay duda de que roba este hombre las provincias; afeaba sus rarezas el extravagante; decia el sensual que solo con sus gustos tenia cuenta; y esperaban las mugeres que en breve le sustituiria otro ministro mas mozo. Oía Babuco todas estas razones, y no pudo ménos de decir: ¡Qué hombre tan dichoso es este! Todos sus enemigos los tiene en su antesala; su potencia abruma á sus envidiosos, y mira á sus plantas á quantos le detestan. Al fin entró en su gabinete, y vió á un viejecito agobiado de años y quehaceres, pero vivo todavia, y muy inteligente. Gustóle Babuco, y á Babuco le pareció un sugeto muy digno de estimacion. Fue muy interesante la conferencia: el ministro le confesó que era el hombre mas desgraciado; que le tenian por rico, y era pobre; que le creían omnipotente, y para todo encontraba impedimentos; que todos sus beneficios habian sido pagados con ingratitudes, y que en quarenta años de continuas faenas habia tenido apénas un rato de satisfaccion. Enternecióse Babuco, y dixo entre sí que si habia cometido algunos yerros este hombre, y por ellos le queria castigar el ángel Ituriel, bastaba con dexarle su cargo, sin exterminarle. Estaba razonando con el ministro, quando entró desatentada la hermosa dama en cuya casa habia comido Babuco, manifestando su rostro y sus ojos los síntomas del dolor y el enojo. Prorumpió en amargas quejas contra el hombre de estado; vertió lágrimas; se lamentó amargamente de que hubieran negado á su marido un cargo á que podia aspirar por su cuna, y de que le hacian acreedor sus heridas y servicios; y habló con tanta energía, se quejó con tal gracia, desvaneció con tal maña los reparos, con tal eloqüencia esforzó sus razones, que no salió del gabinete hasta haber conseguido la fortuna de su marido. Salió Babuco dándole la mano, y le dixo: ¿Es posible, señora, que os hayais tomado tanto trabajo por un hombre que no quereis, y que tanto teneis por que temer? ¿Cómo es eso que no le quiero? replicó la dama: sabed que mi marido es el mejor amigo que tengo en este mundo, y que sacrificaré por él todo quanto tengo, como no sea mi amante; lo mismo que hiciera él, ménos sacrificar á su querida. Quiero que la conozcais, que es una muy linda señora, muy discreta, y de excelente genio; esta noche cenamos juntos con mi marido y mi amiguito el mago: venid á participar nuestro gusto. Llevóse la dama consigo á Babuco, y el marido que estaba sumido en el mas hondo dolor recibió á su muger con raptos de gratitud y alborozo, dando mil abrazos á su muger, á su dama, al mago, y á Babuco. El banquete le animáron el contento, las gracias y los donayres. Sabed, le dixo la hermosa dama con quien cenaba, que las que á veces califican de mugeres sin honra casi siempre poseen las virtudes de un hombre honrado; y en prueba de ello, venid mañana á comer conmigo en casa de la hermosa Teone. Algunas vestales viejas murmuran de ella, pero mas obras de beneficencia hace ella sola que todas juntas las que la muerden; no cometiera la mas leve injusticia por todos los intereses del mundo; á su amante le da siempre consejos generosos; solo su gloria la ocupa, y se sonrojaria él si en su presencia malograra una sola ocasion de obrar bien; porque no hay mayor estímulo para virtuosas acciones, que tener por juez y testigo de su conducta una amada cuyo aprecio anhela uno á merecer. No faltó Babuco á la cita, y vió una casa que era el emporio de los placeres. En ellos reynaba Teone; con cada uno hablaba el idioma que entendia: su natural entendimiento dexaba explayarse el de los demas; agradaba casi sin querer; tan amable era como benéfica; y para dar mas lustre á todas sus dotes, era muy hermosa. Conoció Babuco, puesto que era Escita y enviado por un genio, que si se detenia mas tiempo en Persepolis, le haria Teone olvidarse de Ituriel. Cogia cariño á la ciudad cuyos vecinos eran afables, corteses y benéficos, aunque murmuradores, insustanciales y vanidosos. Temia ya que fuese condenada Persepolis, y hasta temia la cuenta que á dar iba. Así para darla hizo lo siguiente: mandó al mejor estatuario del pueblo, que le fundiera una estatua pequeña, compuesta de todos metales, y de las tierras y piedras mas preciosas y mas viles; y se la llevó á Ituriel. ¿Haréis pedazos, le dixo, esta linda estatua, porque no es toda ella de oro y diamantes? Comprendió Ituriel el emblema, y se determinó á no tratar ni siquiera de enmendar á Persepolis, y dexar que anduviera el mundo como anda, diciendo: _Si no todo es bueno, á lo ménos todo es tolerable_. Subsistió pues Persepolis; y Babuco estuvo muy distante de quejarse, como hizo Jonas que se enfadó porque no fué destruida Ninive. Verdad es que quien ha pasado tres dias en el vientre de una ballena, no gasta tan buen humor como el que ha estado en la ópera, en la comedia, y ha cenado con gente de fino trato. _Fin de la vision de Babuco_. * * * * * MEMNON, ó LA CORDURA HUMANA. Pusósele en la cabeza á Memnon un dia la desatinada idea de ser completamente cuerdo: que pocos hombres hay á quien no haya pasado por la cabeza semejante locura. Memnon discurria así: Para ser muy cuerdo, y á conseqüencia muy feliz, basta con no dexarse arrastrar de las pasiones: cosa muy fácil, como nadie ignora. Lo primero, nunca he de querer á muger ninguna, y en viendo una beldad acabada diré en mi interior: Un dia se ha de arrugar ese semblante; ese turgente y redondo pecho se ha de tornar fofo y lacio; esa tan bien poblada cabeza ha de quedarse calva: y me basta con mirarla desde ahora como la he de ver entónces, para que esa linda cabeza no me haga perder la mia. Lo segundo, siempre seré sobrio, por mas que me tiente la golosina, los exquisitos vinos, y el incentivo de la sociedad. Me figuraré las resultas de la glotonería, la cabeza cargada, el estómago descompuesto, perdida la razon, la salud y el tiempo; y así solo comeré lo que necesite, disfrutaré sana salud, y tendré siempre claras y luminosas las ideas. Cosa es esta tan fácil, que no es meritorio salirse con ella. Luego, continuaba Memnon, es necesario no descuidar su caudal: mis deseos son moderados; tengo mi dinero que me produce buenos réditos y con buenas fianzas en poder del tesorero general de Ninive, y me basta para vivir sin depender de nadie, que es la mayor fortuna, porque nunca me veré en la cruel precision de ir á besar manos de palaciegos; á nadie tendré envidia, y de nadie seré envidiado: cosa no ménos fácil. Amigos tengo, dixo en fin, y los conservaré, porque nunca les haré mal tercio; no se enfadarán jamas conmigo, ni yo con ellos: tampoco en esto se ofrece dificultad. Formado así su planecico de moderacion dando paseos por su quarto, se asomó Memnon á la ventana, y vió dos señoras que iban por unas calles de plátanos, que inmediatas á su casa habia. Era vieja la una, y no la aquejaba al parecer nada; la otra era moza, linda, y tenia trazas de estar muy apesadumbrada: suspiraba, y lloraba, y eso mismo le daba mas gracia. Movióse mucho nuestro sabio, no con la beldad de la dama (porque estaba seguro de no rendirse á tal flaqueza), mas sí por el desconsuelo en que la vía. Baxó, y se acercó á la Ninivita jóven, con ánimo de darle prudentes consuelos. Contóle esta hermosa con la mas ingenua y tierna expresion los perjuicios que le hacia un tio que no tenia, con que artificio la habia privado de un caudal que nunca habia poseido, y los temores que le causaban sus arrebatos. Vos me pareceis hombre discreto, le dixo, y si me hiciérais el favor de venir hasta mi casa, y exâminar mis asuntos, estoy cierta de que me sacaríais del cruel apuro en que me veo. No tuvo reparo Memnon en acompañarla, para examinar con madurez sus asuntos, y darle buenos consejos. Llevóle la afligida señora á un retrete bien aromado, y le obligó con mucha cortesía á sentarse en un muelle sofá, donde estaban las piernas cruzadas uno enfrente de otro. Hablaba la dama con los ojos baxos; de quando en quando se le iban las lágrimas, y quando los levantaba, siempre topaba con las miradas del cuerdo Memnon. Eran sus razones cariñosas en demasía, y mucho mas quando ámbos se miraban. Memnon tomaba muy á pechos sus asuntos, y á cada instante crecia en él el anhelo de servir á tan hermosa y desdichada persona. Con el calor de la conversacion dexáron poco á poco de encontrarse uno enfrente de otro, y de tener cruzadas las piernas, aconsejándola Memnon tan de cerca, y siendo tan cariñosos sus consejos, que ni uno ni otro podian hablar de asuntos, ni sabian donde estaban. Estando en esto, llega, como ya el lector se ha podido imaginar, el tío, el qual venia armado de punta en blanco; y lo primero que dixo fué que iba á matar, como era justo, al sabio Memnon y á su sobrina; y lo último, que podria perdonarlos, si le daban mucho dinero. Vióse precisado Memnon á darle quanto tenia, y gracias á que en aquellos venturosos tiempos no habia peores resultas que temer; que aun no estaba descubierta la América, ni eran las hermosas damas afligidas tan peligrosas como ahora. Confuso y desesperado Memnon se volvió á su casa, donde encontró una esquela convidándole á comer con unos amigos íntimos. Si me quedo solo en casa, dixo, tendré preocupado el ánimo con mi triste aventura, no comeré, y caeré malo; mas vale hacer una frugal comida con mis amigos íntimos, y con su amena compañía olvidarme del disparate que esta mañana he cometido. Fuése al convite; y viendo que estaba algo triste, le obligáron á que bebiese para disipar su melancolía. El vino usado con moderacion es medicina para el ánimo y para el cuerpo: así pensaba el sabio Memnon, y se emborrachó. Propónenle jugar una mano de sobremesa: un juego, donde se atraviesa poco, es una inocente diversion. Juega, y le ganan quanto traía en el bolsillo, y quatro veces mas sobre su palabra. Origínase una contienda sobre el juego, irrítanse los ánimos, le tira uno de sus íntimos amigos á la cabeza un cubilete que le saca un ojo, y traen á casa al sabio Memnon borracho, sin dinero, y con un ojo ménos. Habiendo dormido un poco el lobo, envia á su criado á casa del tesorero general de rentas de Ninive, á que le diera dinero para pagar á sus íntimos amigos; y le trae el criado la nueva de que aquella mañana habia hecho una quiebra de mala fé su deudor, con la qual dexaba por puertas á cien familias. Despechado Memnon se va á palacio con un parche en el ojo y un memorial en la mano, pidiendo justicia al rey del fallido; y encuentra en una sala á muchas damas, todas como peonzas al reves, con elegantes tontillos de veinte piés de circunferencia, y batas de treinta de cola. Una que le conocia algo, dixo mirándole al soslayo: ¡Jesus, qué horror! Y otra que le conocia mas: Buenas tardes, señor Memnon; de veras, señor Memnon que me alegro mucho de veros: ¿cómo es que estais tuerto, señor Memnon? y dicho esto, se fué sin aguardar respuesta. Agazapóse Memnon en un rincon, esperando á poderse echar á los pies del monarca. Llegó su magestad, besó Memnon tres veces el suelo, y le dió su memorial, que tomó el soberano con mucha afabilidad, y se le alargó á uno de sus sátrapas, para que le diera cuenta. Llama el sátrapa á Memnon aparte, y le dice con tono de mofa y ademan de insulto: Donoso tuerto sois, pues os atreveis á dar al rey un memorial que no ha pasado por mi mano, y cometeis con eso el atentado de pedir justicia de un fallido muy honrado, que está baxo mi amparo, y es sobrino de una doncella de servicio de mi querida. No deis mas paso en el asunto, si no quereis perder el ojo sano que os queda. De esta suerte, habiendo Memnon renunciado por la mañana de mozas, de comilonas, de juego, de contiendas, y sobretodo de palacio, ántes de anochecer habia sido engañado y estafado por una herniosa dama, se habia emborrachado, habia jugado, le habian sacado un ojo, y habia ido á palacio donde se habian reido de él. Confuso, absorto, y rendido al peso de su sentimiento, se volvia medio muerto á su casa, y al ir á entrar, la encontró llena de alguaciles y escribanos que cargaban con los muebles á nombre de sus acreedores. Paróse casi sin sentido debaxo de un plátano, y se encuentra con la linda dama de aquella mañana, que se andaba paseando con su amado tio, y que no se pudo tener de risa al ver á Memnon con su parche. Cerró la noche, y se acostó Memnon sobre un monton de paja, cerca de las paredes de su casa: entróle calentura, se aletargó con la fuerza de ella, y se le apareció en sueños un espíritu celestial; el qual era resplandeciente como el Sol, y tenia seis hermosas alas, pero sin piés, ni cabeza, ni cola, y no se parecia á cosa ninguna. ¿Quién eres? le dixo Memnon. Tu genio bueno, le respondió. Pues vuélveme, repuso Memnon, mi ojo, mi salud, mi caudal, mi cordura; y de seguida le contó de qué modo todo lo habia perdido aquel dia. Aventuras son esas, replicó el espíritu, que nunca suceden en el mundo donde nosotros vivimos. ¿En qué mundo vivis? le dixo el hombre afligido. Mi patria, respondió el genio, dista quinientos millones de leguas del Sol, y es aquella estrellita junto á Sirio, que estás viendo desde aquí. ¡Lindo pais! dixo Memnon. ¿Con que no teneis bribonas que engañan á los hombres de bien, ni amigos íntimos que les estafan su dinero y les sacan un ojo, ni deudores que quiebren, ni sátrapas que se rian de vosotros quando os niegan justicia? No, le dixo el morador de la estrella, nada de eso: no nos engañan las mugeres, porque no las hay; no hacemos excesos de glotonería, porque no comemos; ni hay deudores que quiebren, porque no tenemos plata ni oro; no nos pueden sacar los ojos, porque no se parece nuestro cuerpo al vuestro; ni los sátrapas cometen injusticias, porque todos somos iguales. Díxole entónces Memnon: Señor ilustrísimo, ¿sin mozas y sin comer, en qué pasais el tiempo? En cuidar, dixo el genio, de los demas globos que estan á nuestro cargo, y yo soy venido á consolarte. ¡Ay! replicó Memnon, ¿porqué no habéis venido la noche pasada, y me hubiérais estorbado hacer tanto disparate? Porque estaba con Asan, tu hermano mayor, le dixo el morador de los cielos, el qual es mas desventurado que tú, habiendo su magestad el clemente rey de las Indias, en cuyo palacio tiene la honra de estar empleado, mandádole sacar ámbos ojos por una leve falta, y teniéndole en un calabozo, amarrado de piés y manos. Pardios, exclamó Memnon, que estamos medrados con tener un genio bueno en nuestra familia, si de dos hermanos uno está ciego, y otro tuerto, uno acostado sobre paja, y otro en una cárcel. Tu suerte se mudará, replicó el animal de la estrella: verdad es que toda la vida serás tuerto; pero, como no sea eso, vivirás bastante feliz, con tal que nunca hagas el desatinado propósito de ser completamente cuerdo. ¿Con que eso es cosa que no es posible conseguir? replicó Memnon arrancando un sollozo. Como no es posible, respondió el otro, ser completamente inteligente, completamente fuerte, completamente poderoso, ó completamente feliz. Nosotros mismos estamos muy distantes de serlo; un globo hay á la verdad donde todo eso se encuentra; pero todo va por grados en los cien mil millones de mundos sembrados en el espacio. En el segundo hay ménos placer y ménos sabiduría que en el primero; en el tercero ménos que en el segundo; y así se sigue hasta el postrero, donde todo el mundo es enteramente loco. Mucho me temo, dixo Memnon, que nuestro globo sea justamente esa casa de orates del universo, que vos decis. No tanto como eso, dixo el espíritu, pero le anda cerca; y es preciso que cada cosa ocupe su sitio señalado. En tal caso, dixo Memnon, muy descaminados van ciertos poetas, y ciertos filósofos, que dicen que _todo está bien_. Razon llevan, dixo el filósofo del otro mundo, si contemplan la colocacion del universo entero. ¡Ha! replicó el pobre Memnon, eso no lo creeré miéntras fuere tuerto. _Fin de Memnon_. * * * * * LOS DOS CONSOLADOS. Decia un dia el gran filósofo Citofilo á una dama desconsolada, y que tenia sobrado motivo para estarlo: Señora, la reyna de Inglaterra, hija del gran Henrique quarto, no fué ménos desgraciada que vos: la echáron de su reyno; se vió á pique de perecer en el océano en un naufragio, y presenció la muerte del rey su esposo en un patíbulo. Mucho lo siento, dixo la dama; y volvió á llorar sus desventuras propias. Acordaos, dixo Cilofilo, de María Estuardo, que estaba honradamente prendada de un guapo músico que tenia excelente voz de sochantre. Su marido mató al músico; y luego su buena amiga y pariente, la reyna Isabel, que se decia doncella, le mandó cortar la cabeza en un cadahalso colgado de luto, después de haberla tenido diez y ocho años presa. ¡Cruel suceso! respondió la señora; y se entregó de nuevo á su afliccion. Bien habréis oido mentar, siguió el consolador, á la hermosa Juana de Nápoles, que fué presa y ahorcada. Una idea confusa tengo de eso, dixo la afligida. Os contaré, añadió el otro, la aventura sucedida en mi tiempo de una soberana destronada despues de cenar, y que ha muerto en una isla desierta. Toda esa historia la sé, respondió la dama. Pues os diré lo sucedido á otra gran princesa, mi discípula de filosofía. Tenia su amante, como le tiene toda hermosa y gran princesa: entró un dia su padre en su aposento, y cogió al amante con el rostro encendido y los ojos que como dos carbunclos resplandecian, y la princesa tambien con la cara muy encarnada. Disgustó tanto al padre el rostro del mancebo, que le sacudió la mas enorme bofetada que hasta el dia se ha pegado en toda su provincia. Cogió el amante las tenazas, y rompió la cabeza al padre de la dama, que estuvo mucho tiempo á la muerte, y aun tiene la señal de la herida: la princesa desatentada se tiró por la ventana, y se estropeó una pierna, de modo que aun el dia de hoy se le conoce que coxea, aunque tiene hermoso cuerpo. Su amante fué condenado á muerte, por haber roto la cabeza á tan alto príncipe. Ya podeis pensar en qué estado estaria la princesa, quando sacaban á ahorcar á su amante; yo la iba á ver con freqüencia, quando estaba ella en la cárcel, y siempre me hablaba de sus desdichas. ¿Pues porqué no quereis que me duela yo de las mias? le dixo la dama. Porque no es acertado dolerse de sus desgracias, y porque habiendo habido tantas principales señoras tan desventuradas, no parece bien que os desespereis. Contemplad á Hecuba, contemplad á Niobe. Ha, dixo la señora, si hubiera vivido yo en aquel tiempo, ó en el de tantas hermosas princesas, y para su consuelo les hubiérais contado mis desdichas, ¿os habrian acaso escuchado? Al dia siguiente perdió el filósofo á su hijo único, y faltó poco para que se muriese de sentimiento. Mandó la señora hacer una lista de todos los monarcas que habian perdido á sus hijos, y se la llevó al filósofo, el qual la leyó, la encontró muy puntual, y siguió llorando. Al cabo de tres meses se volviéron á ver, y se pasmáron de hallarse muy contentos. Levantáron entónces una hermosa estatua al tiempo, con este rótulo: AL CONSOLADOR. _Fin de los dos Consolados_. * * * * * HISTORIA DE LOS VIAGES DE ESCARMENTADO, ESCRITA POR ÉL PROPIO. En la ciudad de Candía vine yo al mundo el año de 1600. Era su gobernador mi padre, y me acuerdo que un poeta ménos que mediano, aunque no fuese medianamente desaliñado su estilo, llamado Azarria, hizo unas malas coplas en elogio mio, en las quales me calificaba de descendiente de Minos en línea recta; mas habiendo luego quitado el gobierno á mi padre, compuso otras en que me trataba de nieto de Pasifae y su amante. Mal sugeto era de veras el tal Azarria, y el bribon mas fastidioso que en toda la isla habia. Quince años tenia quando me envió mi padre á estudiar á Roma, y yo llegué con la esperanza de aprender todas las verdades, porque hasta entónces me habian enseñado todo lo contrario de la verdad, según es uso en este mundo, desde la China hasta los Alpes. Monsiñor Profondo, á quien iba recomendado, era sugeto raro, y uno de los mas terribles sabios que en el mundo habia. Quísome instruir en las categorías de Aristóteles, y por poco me pone en la de sus gitones: de buena me libré. Ví procesiones, exôrcismos, y no pocos robos. Decian, aunque contra toda verdad, que la siñora Olimpia, dama muy prudente, vendia ciertas cosas que no suelen venderse. De mi edad todo esto me parecia muy gracioso. Ocurrióle á una señora moza, y de muy suave condicion, llamada la siñora Fatelo, prendarse de mí: obsequiábanla el reverendísimo padre Puñalini, y el reverendísimo padre Aconiti, religiosos de una congregacion que ya no exîste, y los puso de acuerdo á entrámbos dándome sus favores; pero me ví á peligro de ser envenenado y excomulgado. Dexé á Roma muy satisfecho con la arquitectura de San Pedro. Viajé por Francia, donde reynaba á la sazon Luis el justo; y lo primero que me preguntáron fué si queria para mi almuerzo un trozo del mariscal de Ancre, que habia asado la gente, y le vendian muy barato á los que querian comprar su carne para regalarse. Era este estado un continuo teatro de guerras civiles, unas veces por una plaza en el consejo, y otras por dos páginas de controversias teológicas. Mas de sesenta años hacia que estaban asolados estos hermosos climas por este volcan que unas veces se amortiguaba, y otras ardia con violencia; y eso eran las libertades de la iglesia galicana. ¡Ay! dixe, este pueblo es de natural apacible: ¿quién le ha sacado así de su índole? Dice chufletas, y hace el degüello de San Bartolomé. ¡Venturoso tiempo aquel en que no haga mas que decir donayres! Pasé á Inglaterra, donde las mismas contiendas ocasionaban los mismos horrores. Unos santos católicos, en obsequio de la iglesia, habian determinado volar con pólvora el rey, la familia real, y todo el parlamento, y librar la Inglaterra de tanto herege. Enseñáronme el sitio donde habia hecho quemar á mas de quinientos de sus vasallos la bienaventurada reyna María, hija de Henrique octavo; y me aseguró un clérigo hiberno que fué accion de mucho mérito para con Dios: lo primero porque los quemados eran todos ingleses, y lo segundo porque nunca tomaban agua bendita, ni creían en la cueva de San Patricio; pasmándose de que aun no hubiesen canonizado á la reyna María, bien que abrigaba la esperanza de que no se tardaria en ponerla en los altares, así que tuviera un poco de lugar el cardenal nepote. Fuíme á Holanda, donde esperaba encontrar mas sosiego en un pueblo mas flemático. Quando llegué á La Haya, estaban cortando la cabeza á un anciano venerable, y era la cabeza calva del primer ministro Barnevelt. Movido á compasion, pregunté qué delito era el suyo, y si habia sido traydor al estado. Mucho peor que eso, me respondió un predicante de capa negra; que es hombre que cree que puede uno salvarse por sus buenas obras lo mismo que por la fé: y bien veis que si se acreditaran semejantes opiniones, no podria subsistir la república; por eso es menester leyes severas para poner freno á escándalos tan horrorosos. Díxome luego suspirando un político profundo: ¡Ha, señor! este buen tiempo no ha de durar siempre; este pueblo se muestra tan zeloso por mero acaso: su verdadero carácter se inclina al abominable dogma de la tolerancia, y un dia le abrazará; cosa que me estremece. Yo empero, miéntras no llegaba esta fatal época de indulgencia y moderacion, dexé á toda priesa un pais donde ningun contento templaba su severidad, y me embarqué para España. Estaba la corte en Sevilla, habian llegado los galeones, y en la mas hermosa estacion del año todo respiraba abundancia y alegría. Al cabo de una calle de naranjos y limones, ví un palenque inmenso rodeado de gradas cubiertas de preciosos texidos. Baxo un soberbio dosel estaban el rey, la reyna, los infantes y las infantas. Enfrente de la augusta familia habia un trono todavía mas alto. Dixe, volviéndome á uno de mis compañeros de viage: Como no esté aquel trono reservado para Dios, no sé para quien pueda ser. Oyó un grave Español estas imprudentes palabras, y me saliéron caras. Yo me figuraba que íbamos á ver un torneo ó una corrida de toros, quando subió el Inquisidor general al trono, y desde él bendixo al monarca y al pueblo. Vino luego un exército de frayles en filas de dos en dos, blancos, negros, pardos, calzados, descalzos, con barba, imberbes, con capilla puntiaguda, y sin capilla; iba luego el verdugo; y detras, en medio de alguaciles y duques, cerca de quarenta personas cubiertas con sacos donde habia llamas y diablos pintados. Eran estos, ó judíos que se habian empeñado en no renegar de Moisés, ó cristianos que se habían casado con sus comadres, ó no habian sido devotos de Nuestra Señora de Atocha, ó no habian querido dar dinero á los padres capuchinos. Cantáronse unas devotísimas oraciones, y luego fuéron quemados vivos, á fuego lento, todos los reos; con lo qual quedó muy edificada la familia real. Aquella noche, quando me iba á meter en la cama, entráron dos familiares de la inquisicion, acompañados de una ronda bien armada; diéronme un cariñoso abrazo, y me lleváron, sin hablarme palabra, á un calabozo muy fresco, donde habia una esterilla para acostarse, y un soberbio crucifixo. Aquí estuve seis semanas, pasadas las quales me mandó á pedir por favor el señor inquisidor que me viese con él. Estrechóme en sus brazos con paternal cariño, y me dixo que sentia muy de veras que estuviese tan mal alojado, pero que estaban ocupados todos los quartos de aquella santa casa, y que esperaba otra vez darme mejor habitacion. Preguntóme luego con no ménos amor, si sabia porque estaba allí. Respondí al varon santo, que sin duda por mis pecados. Eso es, hijo mió: ¿pero por qué pecados? habladme sin rezelo. Por mas que me mataba, no atinaba, hasta que la caridad del piadoso inquisidor me dió alguna luz. Acordéme al fin de mis imprudentes palabras, y no fuí condenado mas que á exercicios, la disciplina, y treinta mil reales de multa. Lleváronme á dar las gracias al inquisidor general, sugeto muy afable, que me preguntó que tal me habia parecido su fiesta. Rospondíle que era deliciosísima, y fui á dar priesa á mis compañeros á que saliésemos del pais, puesto que es tan ameno. Habian estos tenido lugar para informarse de todas las grandes proezas executadas por los Españoles en obsequio de la religion, y leido las memorias del célebre obispo de Chiapa, donde cuenta que degolláron, quemáron ó ahogáron unos diez millones de idólatras Americanos por convertirlos á nuestra santa fé. Bien creo que pondera algo el obispo; pero aunque se rebaxe la mitad de las víctimas, todavía queda acreditado un zelo portentoso. Atormentábame sin cesar el ardor de viajar, y estaba resuelto á concluir mi peregrinacion de Europa por la Turquía. Encaminéme á esta, con firme propósito de no decir otra vez mi parecer acerca de las fiestas que viese. Estos Turcos, dixe á mis compañeros, son unos paganos que no han recibido el santo bautismo, y sin duda han de ser mas crueles que los santos inquisidores; callémonos pues, miéntras vivamos entre Moros. Con este ánimo iba; pero quedé atónito al ver en Turquía muchos mas templos cristianos que en la isla donde habia nacido, y hasta crecidas congregaciones de frayles, á quienes dexaban en paz rezar á la virgen María, y maldecir á Mahoma, unos en griego, otros en latin, y otros en armenio. ¡Qué honrada gente son los Turcos! exclamé. Los cristianos griegos y los latinos eran irreconciliables enemigos en Constantinopla, y se perseguían estos esclavos unos á otros como perros que se muerden en la calle, y que separan á palos sus amos. Entónces el gran visir protegia á los Griegos: el patriarca griego me acusó de que habia cenado con el patriarca latino, y fui condenado por el diván á cien palos en la planta de los pies, que rescaté á precio de quinientos zequíes. Al otro dia ahorcáron al gran visir; y al tercero su sucesor, que no fue ahorcado hasta de allí á un mes, me condenó á la misma multa por haber cenado con el patriarca griego: de suerte que me ví en la triste precision de no freqüentar la iglesia griega ni la latina. Por consolarme arrendé una hermosa circasiana, que era la mas cariñosa persona á solas con un hombre, y la mas devota en la mezquita. Una noche, entre los suaves gustos de amor, exclamó dándome un abrazo: _Alah, Ilah, Aláh_, que son las palabras sacramentales de los Turcos; yo pensé que fuesen las del amor, y dixe con mucho cariño: _Aláh, Ilah, Aláh_. Ha, dixo la mora, loado sea Dios misericordioso; ya sois Turco. Respondíle que daba las gracias al Señor que me habia dado fuerza para serlo, y creí que era muy dichoso. Por la mañana vino á circuncidarme el iman; y poniendo yo alguna dificultad, me propuso el cadí del barrio, hombre de buena composicion, que me mandaria empalar. Por fin libré mi prepucio y mi trasero por mil zequíes, y me escapé corriendo á Persia, resuelto á no oir en Turquía misa griega ni latina, y á no decir nunca _Aláh, Ilah, Aláh_ en los ratos de los gustos de amor. Así que llegué á Ispahan, me preguntáron si era del partido del carnero negro ó del carnero blanco. Respondí que lo mismo me daba uno que otro, con tal que fuera tierno. Se ha de notar que todavía estaba dividida la Persia en dos facciones, la del carnero negro y la del blanco. Creyéron que hacia yo burla de ámbos partidos, y me encontré en un terrible compromiso á la puerta misma de la ciudad, del qual salí pagando una buena cantidad de zequíes, por no tener que ver con carneros. No paré hasta la China, donde llegué con un intérprete que me dixo que era el pais donde se podia vivir alegre y libre: los Tártaros que le habian invadido todo lo ponian á sangre y fuego, miéntras que los reverendos padres jesuitas por una parte, y los reverendos padres domínicos por otra, decian que ganaban almas para el cielo, sin que nadie lo advirtiese. Nunca se han visto convertidores mas zelosos; unos á otros se perseguían con el mas fervoroso ahinco, escribian á Roma tomos enteros de calumnias, y se trataban de infieles y prevaricadores por un alma. Habia entre ellos una horrorosa disputa acerca del modo de hacer la cortesía; los jesuitas querian que los Chinos saludaran á sus padres y madres á la moda de la China, y los domínicos que fuera á la moda de Roma. Sucedióme que los jesuítas creyéron que yo era un domínico, y le dixéron á Su Magestad Tártara que era espía del Papa. Dió comision el consejo supremo á un primer mandarín para que me arrestara; el qual mandó á un alguacil, que tenia á sus órdenes quatro corchetes, que me prendiesen, y me atasen con toda ceremonia. Conduxéronme, despues de ciento y quarenta genuflexîones, ante Su Magestad, que me preguntó si era yo espía del Papa, y si era cierto que hubiese de venir este príncipe en persona á destronarle. Respondíle que el Papa era un clérigo de mas de setenta años; que distaban sus estados mas de quatro mil leguas de los de su Sacra Magestad Tártaro-China; que su exército era de dos mil soldados que montaban la guardia con un para-aguas; que no destronaba á nadie, y que podia Su Magestad dormir sin miedo. Esta fué la ménos fatal aventura de mi vida, pues no hiciéron mas que enviarme á Macao, donde me embarqué para Europa. Fué preciso calafatear el navío en la costa de Golconda, y me aproveché de la oportunidad para ver la corte del gran Aurengzeb, de quien se contaban entónces mil portentos. Estaba este monarca en Deli, y gocé el gusto imponderable de contemplarle facha á facha el dia de la pomposa ceremonia en que recibió la celestial dádiva que le enviaba el cherif de la Meca, y era la escoba con que se habia barrido la santa casa, la _caaba_, la _belh-Alah_: escoba que es el símbolo que alimpia todas las suciedades del alma. Parece que no la necesitaba Aurengzeb, que era el varon mas religioso de todo el Indostan, puesto que habia degollado á uno de sus hermanos, y dado veneno á su padre, y habia hecho perecer en un patíbulo á veinte rajaes y otros tantos omraes; pero no queria decir eso nada, y no se hablaba de otra cosa que de su devocion, á la qual la de ningun otro era comparable, como no fuese la de la sacra magestad, del serenísimo emperador de Marruecos, Mulcy Ismael, el qual cortaba unas quantas cabezas todos los viernes, despues de hacer oracion. No articulé yo palabra, que me habian escarmentado los viages, y sabia que no era juez competente para fallar entre estos dos augustos soberanos. Confieso empero que un francés mozo, con quien estaba alojado, faltó al respeto debido á los emperadores de Indias y de Marruceos, diciendo con mucha imprudencia que en Europa habia soberanos muy píos que gobernaban con acierto sus estados, y freqüentaban tambien las iglesias, sin quitar por eso la vida á sus padres y hermanos, ni cortar la cabeza á sus vasallos. Nuestro intérprete dio cuenta en lengua india de las expresiones impías de este mozo. Instruido yo con lo que en otras ocasiones me habia sucedido, mandé ensillar mis camellos, y me fui con el francés. Luego supe que aquella misma noche habian venido á prendernos los oficiales del gran Aurengzeb; y no habiendo encontrado mas que al intérprete, fue este ajusticiado en la plaza mayor, confesando sin lisonja todos los palaciegos que era muy justa su muerte. Quedábame por ver la Africa para disfrutar de todas las delicias de nuestro hemisferio, y con efecto la ví. Unos corsarios negros apresaron mi embarcacion. Quejóse amargamente mi patron, y les preguntó por qué violaban las leyes de las naciones. Fuéle respondido por el capitán negro: Vuestra nariz es larga, y la nuestra chata; vuestro cabello es liso, y nuestra lana riza; vuestra cutis es de color ceniciento, y la nuestra de color de ébano; por consiguiente, en virtud de las sacrosantas leyes de naturaleza, siempre debemos ser enemigos. En las ferias de Guinea nos compráis, como si fuéramos acémilas, para forzarnos á que trabajemos en no sé qué faenas tan penosas como ridiculas; á vergajazos nos haceis horadar los montes para sacar una especie de polvo amarillo que para nada es bueno, y que no vale, ni con mucha, un cebollino de Egipto. Así quando os encontramos nosotros, y podemos mas, os obligamos á que labreis nuestras tierras, y de lo contrario os cortamos las narices y las orejas. No habia réplica á tan discreto razonamiento. Fuí á labrar el campo de una negra vieja por conservar mis orejas y mi nariz, y al cabo de un año me rescatáron. Habiendo visto todo quanto bueno, hermoso y admirable hay en la tierra, me determiné á no ver mas que mis dioses penates: me casé en mi pais, fuí cornudo, y ví que era la mas grata condicion de la vida humana. _Fin de los viages de Escarmentado_. * * * * * MICROMEGAS, HISTORIA FILOSOFICA. * * * * * CAPITULO PRIMERO. _Viage de un morador del mundo de la estrella Sirio al planeta de Saturno_. Habia en uno de los planetas que giran en torno de la estrella llamada Sirio, un mozo de mucho talento, á quien tuve la honra de conocer en el postrer viage que hizo á nuestro mezquino hormiguero. Era su nombre Micromegas, nombre que cae perfectamente á todo grande, y tenia ocho leguas de alto; quiero decir veinte y quatro mil pasos geométricos de cinco piés de rey. Algún algebrista, casta de gente muy útil al público, tomará á este paso de mi historia la pluma, y calculará que teniendo el Señor Don Micromegas, morador del pais de Sirio, desde la planta de los piés al colodrillo veinte y quatro mil pasos, que hacen ciento y veinte mil piés de rey, y nosotros ciudadanos de la tierra no pasando por lo común de cinco piés, y teniendo nuestro globo nueve mil leguas de circunferencia, es absolutamente indispensable que el planeta dónde nació nuestro héroe tenga cabalmente veinte y un millones y seiscientas mil veces mas circunferencia que nuestra tierra. Pues no hay cosa mas comun ni mas natural; y los estados de ciertos principillos de Alemania ó de Italia, que pueden andarse en media hora, comparados con la Turquía, la Rusia, ó la América española, son una imágen, todavía muy distante de la realidad, de las diferencias que ha establecido la naturaleza entre los seres. Es la estatura de Su Excelencia la que llevamos dicha, de donde colegirán todos nuestros pintores y escultores, que su cuerpo podia tener unos cincuenta mil piés de rey de circunferencia, porque es muy bien proporcionado. Su entendimiento es de los mas perspicaces que se puedan ver; sabe una multitud de cosas, y algunas ha inventado: apénas rayaba con los doscientos y cincuenta años, siendo estudiante en el colegio de jesuitas de su planeta, como es allí estilo comun, adivinó por la fuerza de su inteligencia mas de cincuenta proposiciones de Euclides, que son diez y ocho mas que hizo Blas Pascal, el qual habiendo adivinado, segun dice su hermana, treinta y dos jugando, llegó á ser, andando los años, harto mediano geómetra, y malísimo metafísico. De edad de quatrocientos y cincuenta años, que no hacia mas que salir de la niñez, disecó unos insectos muy chicos que no llegaban á cien piés de diámetro, y se escondían á los microscopios ordinarios, y compuso acerca de ellos un libro muy curioso, pero que le traxo no pocos disgustos. El muftí de su pais, no ménos cosquilloso que ignorante, encontró en su libro proposiciones sospechosas, mal-sonantes, temerarias, heréticas, _ó que olian á heregía_, y le persiguió de muerte: tratábase de saber si la forma substancial de las pulgas de Sirio era de la misma naturaleza que la de los caracoles. Defendióse con mucha sal Micromegas; se declaráron las mugeres en su favor, puesto que al cabo de doscientos y veinte años que habia durado el pleyto, hizo el muftí condenar el libro por calificadores que ni le habian leido, ni sabian leer, y fue desterrado de la corte el autor por tiempo de ochocientos años. No le afligió mucho el salir de una corte llena de enredos y chismes. Compuso unas décimas muy graciosas contra el muftí, que á este no le importáron un bledo, y se dedicó á viajar de planeta en planeta, para acabar de perfeccionar su razon y su corazon, como dicen. Los que están acostumbrados á caminar en coche de colleras, ó en silla de posta, se pasmarán de los carruages de allá arriba, porque nosotros, en nuestra pelota de cieno, no entendemos de otros estilos que los nuestros. Sabia completamente las leyes de la gravitacion y de las fuerzas atractivas y repulsivas nuestro caminante, y se valia de ellas con tanto acierto, que ora montado en un rayo del sol, ora cabalgando en un cometa, andaban de globo en globo él y sus sirvientes, lo mismo que revolotea un paxarillo de rama en rama. En poco tiempo hubo corrido la vía láctea; y siento tener que confesar que nunca pudo columbrar, por entre las estrellas de que está sembrada, aquel hermosísimo cielo empíreo, que con su anteojo de larga vista descubrió el ilustre Derham, teniente cura [Footnote: Sabio Inglés, autor de la Teología astronómica, y otras obras, en que se esfuerza á probar la exîstencia de Dios por la contemplacion de las maravillas de la naturaleza.]. No digo yo por eso que no le haya visto muy bien el Señor Derham; Dios me libre de cometer tamaño yerro; mas al cabo Micromegas se hallaba en el país, y era buen observador: yo no quiero contradecir á nadie. Despues de muchos viages llegó un dia Micromegas al globo de Saturno; y si bien estaba acostumbrado á ver cosas nuevas, todavía le paró confuso la pequeñez de aquel planeta y de sus moradores, y no pudo ménos de soltar aquella sonrisa de superioridad que los mas cuerdos no pueden contener á veces. Verdad es que no es Saturno mas grande que novecientas veces la tierra, y los habitadores del pais son enanos de unas dos mil varas, con corta diferencia, de estatura. Rióse al principio de ellos con sus criados, como hace un músico italiano de la música de Lulli, quando viene á Francia; mas era el Sirio hombre de razon, y presto reconoció que podia muy bien un ser que piensa no tener nada de ridículo, puesto que no pasara de seis mil piés su estatura. Acostumbróse á los Saturninos, despues de haberlos pasmado, y se hizo íntimo amigo del secretario de la academia de Saturno, hombre de mucho talento, que á la verdad nada habia inventado, pero que daba muy lindamente cuenta de las invenciones de los demas, y que hacia regularmente coplas chicas y cálculos grandes. Pondré aquí, para satisfaccion de mis lectores, una conversacion muy extraña que con el señor secretario tuvo un dia Micromegas. CAPITULO II. _Conversacion del morador de Sirio con el de Saturno_. Acostóse Su Excelencia, acercóse á su rostro el secretario, y dixo Micromegas: Confesemos que es muy varia la naturaleza. Verdad es, dixo el Saturnino; es la naturaleza como un jardin, cuyas flores.... Ha, dixo el otro, dexaos de jardinerías. Pues es, siguió el secretario, como una reunion de rubias y pelinegras, cuyos atavíos..... ¿Qué me importan vuestras pelinegras? interrumpió el otro. O bien como una galería de quadros, cuyas imágenes...... No, Señor, no, replicó el caminante, la naturaleza es como la naturaleza. ¿A qué diablos andais buscando esas comparaciones? Por recrearos, respondió el secretario. Si no quiero yo que me recreen, lo que quiero es que me instruyan, repuso el caminante. Decidme lo primero quantos sentidos tienen los hombres de vuestro globo. Nada mas que setenta y dos, dixo el académico, y todos los dias nos lamentamos de tanta escasez; que nuestra imaginacion se dexa atras nuestras necesidades, y nos parece que con nuestros setenta y dos sentidos, nuestro anulo, y nuestras cinco lunas, no tenemos lo suficiente; y es cierto que no obstante nuestra mucha curiosidad y las pasiones que de nuestros setenta y dos sentidos son hijas, nos sobra tiempo para aburrirnos. Bien lo creo, dixo Micromegas, porque en nuestro globo tenemos cerca de mil sentidos, y todavía nos quedan no sé qué vagos deseos, no sé qué inquietud, que sin cesar nos avisa que somos chica cosa, y que hay otros seres mucho mas perfectos. He hecho algunos viages, y he visto otros mortales muy inferiores á nosotros, y otros que nos son muy superiores; mas ningunos he visto que no tengan mas deseos que verdaderas necesidades, y mas necesidades que satisfacciones. Acaso llegaré un dia á un pais donde nada haga falta, pero hasta ahora no he podido saber del tal pais. Echáronse entónces á formar conjeturas el Saturnino y el Sirio; pero despues de muchos raciocinios no ménos ingeniosos que inciertos, fué forzoso volver á sentar hechos. ¿Quanto tiempo vivís? dixo el Sirio. Ha, muy poco, replicó el hombrecillo de Saturno. Lo mismo sucede en nuestro pais, dixo el Sirio, siempre nos estamos quejando de la cortedad de la vida. Menester es que sea esta universal pension de la naturaleza. ¡Ay! nuestra vida, dixo el Saturnino, se ciñe á quinientas revoluciones solares (que vienen á ser quince mil años, ó cerca de ellos, contando como nosotros). Ya veis que eso casi es morirse así que uno nace: es nuestra exîstencia un punto, nuestra vida un momento, nuestro globo un átomo; y apénas empieza uno á instruirse algo, quando le arrebata la muerte, ántes de adquirir experiencia. Yo por mí no me atrevo á formar proyecto ninguno, y me encuentro como la gota de agua en el inmenso océano; y lo que mas sonroxo me causa en vuestra presencia, es contemplar quan ridícula figura hago en este mundo. Replicóle Micromegas: Si no fuérais filósofo, tendria, rezelo de desconsolaros, diciéndoos que es nuestra vida setecientas veces mas dilatada que la vuestra; pero bien sabeis que quando se ha de restituir el cuerpo á los elementos, y reanimar baxo distinta forma la naturaleza, que es lo que llaman morir; quando es llegado, digo, este momento de metamorfósis, poco importa haber vivido una eternidad ó un dia solo, que uno y otro es lo mismo. Yo he estado en paises donde viven las gentes mil veces mas que en el mio, y he visto que todavía se quejaban; pero en todas partes se encuentran sugetos de razon, que saben resignarse, y dar gracias al autor de la naturaleza, el qual con una especie de maravillosa uniformidad ha esparcido en el universo las variedades con una profusion infinita. Así por exemplo, todos los seres que piensan son diferentes, y todos se parecen en el don de pensar y desear. En todas partes es la materia extensa, pero en cada globo tiene propiedades distintas. ¿Quantas de estas propiedades tiene vuestra materia? Si hablais de las propiedades sin las quales creemos que no pudiera subsistir nuestro globo como él es, dixo el Saturnino, no pasan de trescientas, conviene á saber la extension, la impenetrabilidad, la mobililad, la gravitacion, la divisibilidad, etc. Sin duda, replicó el caminante, que basta ese corto número para el plan del criador en vuestra estrecha habitacion, y en todas cosas adoro su sabiduría, porque si en todas veo diferencias, tambien contemplo en todas proporciones. Vuestro globo es chico, y tambien lo son sus moradores; teneis pocas sensaciones, y goza vuestra materia de pocas propiedades: todo eso es disposicion de la Providencia. ¿De qué color es vuestro sol bien exâminado? Blanquecino muy ceniciento, dixo el Saturnino, y quando dividimos uno de sus rayos, hallamos que tiene siete colores. El nuestro tira á encarnado, dixo el Sirio, y tenemos treinta y nueve colores primitivos. En todos quantos he exâminado, no he hallado un sol que se parezca á otro, como no se vé en vuestro planeta una cara que no se diferencie de todas las demás. Despues de otras muchas qüestiones análogas, se informó de quantas substancias distintas se conocian en Saturno, y le fué respondido que habia hasta unas treinta: Dios, el espacio, la materia, los seres extensos que sienten, los seres extensos que sienten y piensan, los seres que piensan y no son extensos, los que se penetran, y los que no se penetran, etc. El Sirio, en cuyo planeta hay trescientas, y que habia en sus viages descubierto hasta tres mil, dexó extraordina- riamente asombrado al filósofo de Saturno. Finalmente, habiéndose comunicado uno á otro casi todo quanto sabian y muchas cosas que no sabian, y habiendo discurrido por espacio de toda una revolucion solar, se determináron á hacer juntos un corto viage filosófico. CAPITULO III. _Viage de los dos habitantes de Sirio y Saturno_ Ya estaban para embarcarse nuestros dos caminantes en la atmósfera de Saturno con muy decente provision de instrumentos de matemáticas, quando la dama del Saturnino, que lo supo, le vino á dar amargas quejas. Era esta una morenita muy agraciada, que no tenia mas que mil y quinientas varas de estatura, pero que con sus gracias reparaba lo chico de su cuerpo. ¡Ha cruel! exclamó, despues que te he resistido mil y quinientos años, quando apénas me habia rendido, no habiendo pasado arriba de cien años en tus brazos, ¡me abandonas por irte á viajar con un gigante del otro mundo! Anda, que no eres mas que un curioso, y nunca has estado enamorado; que si fueras Saturnino legítimo, mas constante serias. ¿Adonde vas? ¿qué quieres? ménos errantes son que tú nuestras cinco lunas, y ménos mudable nuestro anulo. Esto se acabó; nunca mas he de querer. Abrazóla el filósofo, lloró con ella, puesto que filósofo; y la dama, despues de haberse desmayado, se fué á consolar con un petimetre. Partiéronse nuestros dos curiosos, y saltáron primero al anulo que encontráron muy aplastado, como lo ha adivinado un ilustre habitante de nuestro glóbulo; y desde allí anduviéron de luna en luna. Pasó un cometa por junto á la última, y se tiráron á él con sus sirvientes y sus instrumentos. Apénas hubiéron andado ciento y cincuenta millones de leguas, se topáron con los satélites de Júpiter. Apeáronse en este planeta, donde se detuviéron un año, y aprendiéron secretos muy curiosos, que se habrian dado á la imprenta, si no hubiese sido por los señores inquisidores que han encontrado proposiciones algo duras de tragar; pero yo logré leer el manuscrito en la biblioteca del Ilustrísimo Señor Arzobispo de ... que me permitió registrar sus libros, con toda la generosidad y bondad que á tan ilustre prelado caracterizan. Volvamos empero á nuestros caminantes. Al salir de Júpiter, atravesáron un espacio de cerca de cien millones de leguas, y costeáron el planeta Marte, el qual, como todos saben, es cinco veces mas pequeño que nuestro glóbulo; y viéron dos lunas que sirven á este planeta, y no han podido descubrir nuestros astrónomos. Bien sé que el abate Ximenez escribirá con mucho donayre contra la existencia de dichas lunas, mas yo apelo á los que discurren por analogía; todos excelentes filósofos que saben muy bien que no le seria posible á Marte vivir sin dos lunas á lo ménos, estando tan distante del sol. Sea como fuere, á nuestros caminantes les pareció cosa tan chica, que se temiéron no hallar posada cómoda, y pasáron adelante como hacen dos caminantes quando topan con una mala venta en despoblado, y siguen hasta el pueblo inmediato. Pero luego se arrepintiéron el Sirio y su compañero, que anduviéron un largo espacio sin hallar albergue. Al cabo columbráron una lucecilla, que era la tierra, y que pareció muy mezquina cosa á gentes que venian de Júpiter. No obstante, rezelando arrepentirse otra vez, se determináron á desembarcar en ella. Pasáron á la cola del cometa, y hallando una aurora boreal á mano, se metiéron dentro, y aportáron en tierra á la orilla septentrional del mar Báltico, á cinco de Julio de mil setecientos treinta y siete. CAPITULO IV. _Que da cuenta de lo que les sucedió en el globo de la tierra_. Habiendo descansado un poco, se almorzáron dos montañas que les guisáron sus criados con mucho aseo. Quisiéron luego reconocer el mezquino pais donde se hallaban, y se dirigiéron de Norte á Sur. Cada paso ordinario del Sirio y su familia era de unos treinta mil piés de rey: seguíale de léjos el enano de Saturno, que perdia el aliento, porque tenia que dar doce pasos miéntras alargaba el otro la pierna, casi como un perrillo faldero que sigue, si se me permite la comparacion, á un capitán de guardias del rey de Prusia. Como andaban de priesa estos extrangeros, diéron la vuelta al globo en treinta y seis horas: verdad es que el sol, ó por mejor decir la tierra, hace el mismo viage en un dia; pero hemos de reparar que es cosa mas fácil girar sobre su exe que anclar á pié. Volviéron al cabo al sitio donde etaban primero, habiendo visto la balsa, casi imperceptible para ellos, que llaman el Mediterráneo, y el otro estanque chico que con nombre de grande Océano rodea nuestra madriguera; al enano le daba el agua á media pierna, y apénas si se habia mojado el otro los talones. Fuéron y viniéron arriba y abaxo, haciendo quanto podian por averiguar si estaba ó no habitado este globo: baxáronse, acostáronse, tentáron por todas partes; pero eran tan desproporcionados sus ojos y manos con los mezquinos seres que andan arrastrando acá baxo, que no tuviéron la mas leve sensacion por donde pudiesen caer en sospecha de que exîstimos nosotros y nuestros hermanos los demas moradores de este globo. El enano, que á veces fallaba con alguna precipitacion, decidió luego que no habia vivientes en la tierra, y su razon primera fué que no habia visto ninguno. Micromegas le dió á entender con mucha urbanidad, que no era fundada la conseqüencia; porque, le dixo, con vuestros ojos tan chicos no veis ciertas estrellas de quinquagésima magnitud, que distingo yo con mucha claridad. ¿Colegis por eso que no haya tales estrellas? Si lo he tentado todo, dixo el enano. ¿Y si no habeis sentido lo que hay? dixo el otro. Si está tan mal compaginado este globo, replicó el enano; si es tan irregular, y de una configuracion que parece tan ridicula, que todo él se me figura un caos. ¿No veis esos arroyuelos, que ninguno corre derecho; esos estanques que ni son redondos, ni quadrados, ni ovalados, ni de figura regular ninguna; todos esos granillos puntiagudos de que está erizado, y se me han entrado en los piés? (y queria hablar de las montañas). ¿No notais la forma de todo el globo, aplastado por los polos, y girando en torno del sol con tan desconcertada direccion, que por necesidad los climas de ámbos polos han de estar incultos? Lo que me fuerza á creer de veras que no hay vivientes en él, es que ninguno que tuviese razon querria habitarle. ¿Qué importa? dixo Micromegas, acaso no tienen sentido comun los habitantes, pero al cabo no es de presumir que se haya hecho esto sin algun fin. Decis que aquí todo os parece irregular, porque está todo tirado á cordel en Júpiter y Saturno. Pues por esa misma razon acaso hay aquí algo de confusion. ¿No os he dicho ya que siempre habia notado variedad en mis viages? Replicó el Saturnino á estas razones, y no se hubiera concluido la disputa, si en el calor de ella no hubiese roto Micromegas el hilo de su collar de diamantes, y caídose estos; que eran unos brillantes muy lindos, aunque pequeñitos y desiguales, que los mas gruesos pesaban quatrocientas libras, y cincuenta los mas menudos. Cogió el enano algunos, y arrimándoselos á los ojos vió que del modo que estaban abrillantados, eran microscopios excelentes: cogió pues un microscopio chico de ciento y sesenta piés de diámetro, y se le aplicó á un ojo, miéntras que se servia Micromegas de otro de dos mil y quinientos piés. Al principio no viéron nada con ellos, puesto que eran aventajados; fué preciso ponerse en la posicion que se requeria. Al cabo vió el morador de Saturno una cosa imperceptible que se meneaba entre dos aguas en el mar Báltico, y era una ballena: púsola bonitamente encima del dedo, y colocándola en la uña del pulgar, se la enseñó al Sirio, que por la segunda vez se echó á reir de la enorme pequeñez de los moradores de nuestro globo. Convencido el Saturnino de que estaba habitado nuestro mundo, se imaginó luego que solo por ballenas lo estaba; y como era gran discurridor, quiso adivinar de donde venia el movimiento á un átomo tan ruin, y si tenia ideas, voluntad y libre albedrío. Micromegas no sabia que pensar; mas habiendo exâminado con mucha paciencia el animal, sacó de su exâmen que no podia residir un alma en cuerpo tan chico. Inclinábanse pues nuestros dos caminantes á creer que no hay razon en nuestra habitacion, quando, con el auxîlio del microscopio, distinguiéron otro bulto mas grueso que una ballena, que en el mar Báltico andaba fluctuando. Ya sabemos que hácia aquella época volvia del círculo polar una bandada de filósofos, que habian ido á hacer observaciones en que nadie hasta entónces habia pensado. Traxéron los papeles públicos que habia zozobrado su embarcacion en las costas de Botnia, y que les habia costado mucho trabajo el salir á salvamento; pero nunca se sabe en este mundo lo que hay por debaxo de cuerda. Yo voy á contar con ingenuidad el suceso, sin quitar ni añadir nada: esfuerzo que de parte de un historiador es sobremanera meritorio. CAPITULO V. _Experiencias y raciocinios de ámbos caminantes_. Tendió Micromegas con mucho tiento la mano al sitio donde se vía el objeto, y alargando y encogiendo los dedos de miedo de equivocarse, y abriéndolos luego y cerrándolos, agarró con mucha maña el navío donde iban estos señores, y se le puso sobre la uña, sin apretarle mucho, por no estruxarle. Hete aquí un animal muy distinto del otro, dixo el enano de Saturno; y el Sirio puso el pretenso animal en la palma de la mano. Los pasageros y marineros de la tripulacióon, que se creían arrebatados por un huracán, y que pensaban haber barado en un baxío, estan todos en movimiento; cogen los marineros toneles de vino, los tiran á la mano de Micromegas, y ellos se tiran despues; agarran los geómetras de sus quartos de círculo, sus sectores, y sus muchachas laponas, y se apean en los dedos del Sirio: por fin tanto se afanáron, que sintió que se meneaba una cosa que le escarabajeaba en los dedos, y era un garrote con un hierro á la punta que le clavaban hasta un pié en el dedo índice: esta picazon le hizo creer que habia salido algo del cuerpo del animalejo que en la mano tenia; mas no pudo sospechar al principio otra cosa, pues su microscopio, que apénas bastaba para distinguir un navío de una ballena, no podia hacer visible un entecillo tan imperceptible como un hombre. No quiero zaherir aquí la vanidad de ninguno; pero ruego á la gente vanagloriosa que paren la consideracion en este lugar, y contemplen que suponiendo la estatura ordinaria de un hombre de cinco piés de rey, no hacemos mas bulto en la tierra que el que en una bola de diez piés de circunferencia hiciera un animal que tuviese un seiscientos mil avos de pulgada de alto. Figurémonos una substancia que pudiera llevar el globo terraqúüeo en la mano, y que tuviese órganos análogos á los nuestros, y es cosa muy factible que haya muchas de estas substancias; y colijamos que es lo que de las funciones de guerra, en que hemos ganado dos ó tres lugarejos que luego ha sido fuerza restituir, pensarian. No me queda duda de que si algun capitán de granaderos leyere esta obra, haga á su tropa que se ponga gorras dos piés mas altas; pero le advierto que, por mas que haga, siempre serán él y sus soldados unos infinitamente pequeños. ¡Qué maravillosa maña hubo de necesitar nuestro filósofo de Sirio para atinar á columbrar los átomos de que acabo de hablar! Quando Leuwenhoek y Hartsoeker viéron, ó creyéron que vian, por la vez primera, la simiente de que somos formados, no fué, ni con mucho, tan asombroso su descubrimiento. ¡Qué gusto el de Micromegas quando vió estas maquinillas menearse, quando examinó sus movimientos todos, y siguió todas sus operaciones! ¡Cómo clamaba! ¡con qué júbilo alargó á su compañero de viage uno de sus microscopios! Viéndolos estoy, decian ámbos juntos; contemplad como se cargan, como se baxan y se alzan. Así decian, y les temblaban las manos de gozo de ver objetos tan nuevos, y de temor de perderlos de vista. Pasando el Saturnino de un extremo de confianza al opuesto de credulidad, se figuró que los estaba viendo ocupados en la propagacion. Ha, dixo el Saturnino, cogida tengo la naturaleza "con las manos en la masa." Engañábanle empero las apariencias, y así sucede muy freqüentemente, quando uno usa y quando no usa microscopios. CAPITULO VI. _De lo que les aconteció con unos hombres_. Muy mejor observador Micromegas que su enano, vió claramente que se hablaban los átomos, y se lo hizo notar á su compañero, el qual con la vergüenza de haberse engañado acerca del artículo de la generacion, no quiso creer que semejante especie de bichos se pudieran comunicar ideas. Tenia el don de lenguas no ménos que el Sirio; y no oyendo hablar á nuestros átomos, suponia que no hablaban: y luego ¿cómo habian de tener los órganos de la voz unos entes tan imperceptibles, ni qué se habian de decir? Para hablar es indispensable pensar; y si pensaban, tenian algo que equivalia al alma: y atribuir una cosa equivalente al alma á especie tan ruin, se le hacia mucho disparate. Díxole el Sirio: ¿Pues no creíais, poco hace, que se estaban enamorando? ¿pensais que enamora nadie sin pensar, y sin hablar palabra, ó á lo ménos sin darse á entender? ¿ó suponeis que es cosa mas fácil hacer un chiquillo que un silogismo? A mí uno y otro me parecen impenetrables misterios. No me atrevo ya, dixo el enano, á creer ni á negar cosa ninguna; procuremos examinar estos insectos, y discurrirémos luego. ¡Que me place! respondió Micromegas; y sacando unas tixeras, se cortó las uñas, y con lo que cortó de la uña de su dedo pulgar hizo al punto una especie de bocina grande, como un embudo inmenso, y puso el cañon al oido: la circunferencia del embudo cogia el navío y toda su tripulacion, y la mas débil voz se introducia en las fibras circulares de la uña, de suerte que, merced de su industria, el filósofo de allá arriba oyó perfectamente el zumbido de nuestros insectos de acá abaxo, y en pocas horas logró distinguir las palabras, y entender al cabo el francés. Lo mismo hizo el enano, aunque no con tanta facilidad. Crecia por puntos el asombro de los dos viageros, al oir unos aradores hablar con bastante razon, y les parecia inexplicable este juego de la naturaleza. Bien se discurre que se morian el enano y el Sirio de deseos de entablar conversacion con los átomos; mas se temia el enano que su tenante voz, y mas aun la de Micromegas, atronara á los aradores sin que la oyesen. Tratáron, pues de disminuir su fuerza, y para ello se pusiéron en la boca unos mondadientes muy menudos, cuya punta muy afilada iba á parar junto al navío. Puso el Sirio al enano sobre sus rodillas, y encima de una uña el navío con la tripulacion; baxó la cabeza y habló muy quedo, y despues de todas estas precauciones y otras muchas mas, dixo lo siguiente: Invisibles insectos que la diestra del Criador se plugo en producir en el abismo de los infinitamente pequeños, yo le bendigo porque se dignó manifestarme impenetrables secretos. Acaso nadie se dignará de miraros en mi corte, pero yo á nadie desprecio, y os brindo con mi proteccion. Si ha habido asombros en el mundo, ninguno ha llegado al de los que estas razones oyéron decir, sin poder atinar de donde salian. Rezó el capellan las preces de conjuros, votáron y renegáron los marineros, y fraguáron un sistema los filósofos del navío; pero, por mas sistemas que imagináron, no les fué posible atinar quien era el que les hablaba. Entónces les contó en breves palabras el enano de Saturno, que tenia ménos recia la voz que Micromegas, con que gente estaban hablando, y su viage de Saturno: les informó de quien era el señor Micromegas, y habiéndose compadecido de que fueran tan chicos, les preguntó si habian vivido siempre en un estado tan rayano de la nada, y qué era lo que hacian en un globo que al parecer era peculio de ballenas; si eran dichosos, si tenian alma, si multiplicaban, y otras mil preguntas de este jaez. Enojado de que dudasen si tenia alma, un raciocinador de la banda, mas osado que los demas, observó al interlocutor con unas pínulas adaptadas á un quarto de círculo, midió dos triángulos, y al tercero le dixo así: ¿Con que creeis, señor caballero, que porque teneis dos mil varas de piés á cabeza, sois algun?... ¡Dos mil varas! exclamó el enano, pues no se equivoca ni en una pulgada. ¡Con que me ha medido este átomo! ¡con que es geómetra, y sabe mi tamaño; y yo que no le puedo ver sin auxîlio de un microscopio, no sé aun el suyo! Si, que os he medido, dixo el físico, y tambien mediré al gigante compañero vuestro. Admitióse la propuesta, y se acostó Su Excelencia por el suelo, porque estando en pié su cabeza era muy mas alta que las nubes; y nuestros filósofos le plantáron un árbol muy grande en cierto sitio que Torres ó Quevedo hubiera nombrado por su nombre, pero que yo no me atrevo á mentar, por el mucho respeto que tengo á las damas; y luego por una serie de triángulos, conexôs unos con otros, coligiéron que la persona que median era un mancebito de ciento y veinte mil piés de rey. Prorumpió entónces Micromegas en estas razones: Ya veo que nunca se han de juzgar las cosas por su aparente magnitud. O Dios, que diste la inteligencia á unas substancias que tan despreciables parecen, lo infinitamente pequeño no cuesta mas á tu omnipotencia que lo infinitamente grande; y si es dable que haya otros seres mas chicos que estos, acaso tendrán una inteligencia superior á la de aquellos inmensos animales que he visto en el cielo, y que con un pié cubririan el globo entero donde ahora me encuentro. Respondióle uno de los filósofos que bien podia creer, sin que le quedase duda, que habia seres inteligentes mucho mas chicos que el hombre, y le contó, no las fábulas que nos ha dexado Virgilio sobre las abejas, sino lo que Swammerdam ha descubierto, y lo que ha disecado Reaumur. Instruyóle luego de que hay animales que son, con respecto á las abejas, lo que son las abejas con respecto al hombre, y lo que era el Sirio propio con respecto á aquellos animales tan corpulentos de que hablaba, y lo que son estos grandes animales con respecto á otras substancias ante las quales parecen imperceptibles átomos. Poco á poco fué haciéndose interesante la conversacion, y dixo así Micromegas. CAPITULO VII. _Conversacion con los hombres_. O átomos inteligentes, en quien se plugo el eterno Ser en manifestar su arte y su potencia, sin duda que en vuestro globo disfrutais contentos purísimos; pues teniendo tan poca materia y pareciendo todos espíritu, debeis emplear vuestra vida en amar y pensar, que es la verdadera vida de los espíritus. En parte ninguna he visto la verdadera felicidad, mas estoy cierto de que esta es su mansion. Encogiéronse de hombros al oir este razonamiento los filósofos todos; y mas ingenuo uno de ellos confesó sinceramente que, exceptuando un cortísimo número de moradores poquisimo apreciados, todo lo demas es una cáfila de locos, de perversos y desdichados. Mas materia tenemos, dixo, de la que es menester para obrar mal, si procede el mal de la materia, y mas inteligencia, si proviene de la inteligencia. ¿Sabeis por exemplo que á la hora esta cien mil locos de nuestra especie, que llevan sombreros, estan matando á otros cien mil animales cubiertos de un turbante, ó muriendo á sus manos, y que así es estilo en toda la tierra, de tiempo inmemorial acá? Horrorizóse el Sirio, y preguntó el motivo de tan horribles contiendas entre animalejos tan ruines. Trátase, dixo el filósofo, de unos pedacillos de tierra tamaños como vuestro pié, y no porque ni uno de los millones de hombres que pierden la vida solicite un terron siquiera de dicho pedazo; que se trata de saber si ha de pertenecer á cierto hombre que llaman Sultan, ó á otro que apellidan César, no sé por qué. Ninguno de los dos ha visto ni verá nunca el rinconcillo de tierra que está en litigio; ni ménos casi ninguno de los animales que recíprocamente se asesinan ha visto tampoco al animal por quien asesina. ¡Desventurados! exclamó indignado el Sirio: ¿cómo es posible imaginar tan furioso frenesí? Arranques me vienen de dar tres pasos, y con tres patadas estruxar todo ese hormiguero de ridículos asesinos. No os toméis ese trabajo, le respondiéron, que sobrado se afanan ellos en labrar su ruina. Sabed que dentro de diez años no quedará en vida el diezmo de estos miserables; y que, aun sin sacar la espada, casi todos se los lleva la hambre, la fatiga, ó la destemplanza, aparte de que no son ellos los que merecen castigo, sino los ociosos despiadados, que metidos en su gabinete mandan, miéntras digieren la comida, degollar un millon de hombres, y dan luego solemnes acciones de gracias á Dios. Sentíase el caminante movido á piedad del mezquino linage humano, en el qual tantas contradicciones descubria. Siendo vosotros, dixo á estos señores, del corto número de sabios que sin duda á nadie matan por dinero, os ruego que me digais quales son vuestras ocupaciones. Disecamos moscas, respondió el filósofo, medimos líneas, combinamos números, estamos conformes acerca de dos ó tres puntos que entendemos, y divididos sobre dos ó tres mil que no entendemos. Ocurrióles al Sirio y al Saturnino hacer preguntas á los átomos pensadores, para saber sobre qué estaban acordes. ¿Qué distancia hay, dixo este, desde la estrella de la Canícula hasta la grande de Géminis? Respondiéronle todos juntos: Treinta y dos grados y medio.--¿Quanto dista de aquí la luna?--Sesenta semi-diámetros de la tierra.--¿Quanto pesa vuestro ayre? Creía haberlos cogido; pero todos le dixéron que pesaba novecientas veces ménos que el mismo volumen del agua mas ligera, y diez y nueve mil veces ménos que el oro. Atónito el enanillo de Saturno con sus respuestas, estaba tentado á creer que eran mágicos aquellos mismos á quienes un quarto de hora ántes les habia negado la inteligencia. Díxoles finalmente Micromegas: Una vez que tan puntualmente sabeis lo que hay fuera de vosotros, sin duda que mejor todavía sabréis lo que hay dentro: decidme pues qué cosa es vuestra alma, y cómo se forman vuestras ideas. Los filósofos habláron todos á la par, como ántes, pero todos fuéron de distinto parecer. Citó el mas anciano á Aristóteles, otro pronunció el nombre de Descartes, este el de Malebranche, aquel el de Leibnitz, y el de Locke otro. El anciano peripatético dixo con toda confianza: El alma es una _entelechîa_, una razon en virtud de la qual tiene la potencia de ser lo que es; así lo dice expresamente Aristóteles, pág. 633 de la edicion del Louvre: _Entelexeia esti_, etc. No entiendo el griego, dixo el gigante. Ni yo tampoco, respondió el arador filosófico. ¿Pues á qué citais, replicó el Sirio, á ese Aristóteles en griego? Porque lo que uno no entiende, repuso el sabio, lo ha de citar en lengua que no sabe. Tomó el hilo el cartesiano, y dixo: Es el alma un espíritu puro que en el vientre de su madre ha recibido todas las ideas metafísicas, y que así que sale de él se vé precisada á ir á la escuela, y aprender de nuevo lo que tan bien sabia y que nunca volverá á saber. Pues estás medrado, respondió el animal de ocho leguas, con que supiera tanto tu alma quando estabas en el vientre de tu madre, si habia de ser tan ignorante quando fueras tú hombre con barba. ¿Y qué entiendes por espíritu? ¿Qué es lo que me preguntais? dixo el discurridor, no tengo idea ninguna de él: dicen que lo que no es materia.--¿Y sabes lo que es materia? Eso sí, respondió el hombre. Esa piedra por exemplo es parda, y de tal figura, tiene tres dimensiones, y es grave y divisible. Así es, dixo el Sirio; ¿pero esa cosa que te parece divisible, grave y parda, me dirás qué es? Algunos atributos vés, pero ¿el sosten de estos atributos le conoces? No, dixo el otro. Luego no sabes qué cosa sea la materia. Dirigiéndose entónces el señor Micromegas á otro sabio que encima de su dedo pulgar tenia, le preguntó qué era su alma, y qué hacia. Cosa ninguna, respondió el filósofo malebranchista; Dios es quien lo hace todo por mí; en él lo veo todo, en él lo hago todo, y él es quien todo lo hace sin cooperacion mia. Tanto monta no exîstir, replicó el filósofo de Sirio. ¿Y tú, amigo, le dixo á un leibniziano que allí estaba, qué dices? ¿qué es tu alma? Un puntero de relox, dixo el leibniziano, que señala las horas miéntras las toca mi cuerpo; ó bien, si os parece, el alma las toca miéntras el cuerpo las señala; ó mi alma es el espejo del universo, y mi cuerpo el marco del espejo: todo esto es claro. Estábalos oyendo un sectario de Locke, y quando le tocó hablar, dixo: Yo no sé como pienso, lo que sé es que nunca he pensado como no sea por medio de mis sentidos. Que haya substancias inmateriales é inteligentes, no pongo duda; pero que no pueda Dios comunicar la inteligencia á la materia, eso lo dudo mucho. Respeto el eterno poder, y sé que no me compete limitarle; no afirmo nada, y me ciño á creer que hay muchas mas cosas posibles de lo que se piensa. Sonrióse el animal de Sirio, y le pareció que no era este el ménos cuerdo; y si no hubiera sido por la mucha desproporcion, hubiera dado un abrazo el enano de Saturno al sectario de Locke. Por desgracia se encontraba en la banda, un animalucho con un bonete en la cabeza, que cortando el hilo á todos los filósofos dixo que él sabia el secreto, que se hallaba en la Suma de Santo Tomas; y mirando de pies á cabeza á los dos moradores celestes, les sustentó que sus personas, sus mundos, sus soles y sus estrellas, todo habia sido criado para el hombre. Al oir tal sandez, nuestros dos caminantes hubiéron de caerse uno sobre otro, pereciéndose de aquella inextinguible risa que, segun Hornero, cupo en suerte á los Dioses; iba y venia su barriga y sus espaldas, y en estas idas y venidas se cayó el navio de la uña del Sirio en el bolsillo de los calzones del Saturnino. Buscáronle ámbos mucho tiempo; al cabo topáron la tripulacion, y la metiéron en el navio lo mejor que pudiéron. Cogió el Sirio á los aradorcillos, y les habló con mucha afabilidad, puesto que estaba algo mohino de ver que unos infinitamente pequeños tuvieran una vanidad casi infinitamente grande. Prometióles que compondria un libro de filosofía escrito de letra muy menuda para su uso, y que en él verian el porque de todas las cosas; y con efecto ántes de irse les dió el prometido libro, que lleváron á la academia de ciencias de Paris. Mas quando le abrió el secretario, se halló con que estaba todo en blanco, y dixo: _ha, ya me lo presumia yo_. _Fin de la historia de Micromegas_. * * * * * HISTORIA DE UN BUEN BRAMA. En mis viages encontré un brama anciano, sugeto muy cuerdo, instruido y discreto, y con esto rico, cosa que le hacia mas cuerdo; porque, como no le faltaba nada, no necesitaba engañar á nadie. Gobernaban su familia tres mugeres muy hermosas, cuyo esposo era; y quando no se recreaba con sus mugeres, se ocupaba en filosofar. Vivia junto á su casa que era hermosa, bien alhajada y con amenos jardines, una India vieja, beata, tonta, y muy pobre. Díxome un dia el brama: Quisiera no haber nacido. Preguntéle porque, y me respondió: Quarenta años ha que estoy estudiando, y todos quarenta los he perdido; enseño á los demas, y lo ignoro todo. Este estado me tiene tan aburrido y tan descontento, que no puedo aguantar la vida: he nacido, vivo en el tiempo, y no sé qué cosa es el tiempo; me hallo en un punto entre dos eternidades, como dicen nuestros sabios, y no tengo idea de la eternidad; consto de materia, pienso, y nunca he podido averiguar la causa eficiente del pensamiento; ignoro si es mi entendimiento una mera facultad, como la de andar y digerir, y si pienso con mi cabeza lo mismo que palpo con mis manos. No solamente ignoro el principio de mis pensamientos, mas también se me esconde igualmente el de mis movimientos: no sé porque exîsto, y no obstante todos los dias me hacen preguntas sobre todos estos puntos; y como tengo que responder por precision y no sé qué decir, hablo mucho, y despues de haber hablado me quedo avergonzado y confuso de mí propio. Peor es todavía quando me preguntan si Brama fué producido por Visnú, ó si ámbos son eternos. A Dios pongo por testigo de que no lo sé, y bien se echa de ver en mis respuestas. Reverendo padre, me dicen, explicadme como el mal inunda la tierra entera. Tan adelantado estoy yo como los que me hacen esta pregunta: unas veces les digo que todo está perfectísimo; pero los que han perdido sus caudales y sus miembros en la guerra no lo quieren creer, ni yo tampoco, y me vuelvo á mi casa abrumado de mi curiosidad y mi ignorancia. Leo nuestros libros antiguos, y me ofuscan mas las tinieblas. Hablo con mis compañeros: unos me aconsejan que disfrute de la vida, y me ría de la gente; otros creen que saben algo, y se descarrian en sus desatinos; y todo aumenta la angustia que padezco. Muchas veces estoy á pique de desesperarme, contemplando que al cabo de todas mis investigaciones no sé ni de donde vengo, ni qué soy, ni adonde iré, ni qué he de ser. Causóme lástima de veras el estado de este buen hombre, que no habia otro de mas razon, ni mas ingenuo; y me convencí de que eso mas era desdichado que mas entendimiento tenia, y era mas sensible. Aquel mismo dia visité á la vieja vecina suya, y le pregunté si se habia apesadumbrado alguna vez por no saber qué era su alma; y ni siquiera entendió mi pregunta. Ni un instante en toda su vida habia reflexîonado en uno de los puntos que tanto atormentaban al brama; creía con toda su alma en las transformaciones de Visnú, y se tenia por la mas dichosa muger, con tal que de quando en quando tuviese agua del Ganges para bañarse. Atónito de la felicidad de esta pobre muger, me volví á ver con mi filósofo, y le dixe: ¿No teneis vergüenza de vuestra desdicha, quando á la puerta de vuestra casa hay una vieja autómata que en nada piensa, y vive contentísima? Razon teneis, me respondió; y cien veces he dicho para mí, que seria muy feliz si fuera tan tonto como mi vecina, mas no quiero gozar semejante felicidad. Mas golpe me dió esta respuesta del brama, que todo quanto primero me habia dicho; y exâminándome á mí propio, ví que efectivamente no quisiera yo ser feliz á trueque de ser un majadero. Propuse el caso á varios filósofos, y todos fuéron de mi parecer. No obstante, decia yo entre mí, rara contradiccion es pensar así, porque al cabo lo que importa es ser feliz, y nada monta tener entendimiento, ó ser necio. Mas digo: los que viven satisfechos con su suerte bien ciertos estan de que viven satisfechos; y los que discurren no lo estan de que discurren bien. Luego cosa es clara, añadia yo, que debiera uno escoger no tener migaja de razon, si en algo contribuye la razon á nuestra infelicidad. Todo el mundo fué de mi mismo dictámen, mas ninguno hubo que quisiese entrar en el ajuste de volverse tonto por vivir contento. De aquí saco que si hacemos mucho aprecio de la felicidad, mas aprecio hacemos todavía de la razon. Mas, reflexîonándolo bien, parece que preferir la razon á la felicidad, es garrafal desatino. ¿Pues cómo hemos de explicar esta contradiccion? Lo mismo que todas las demas, y seria el cuento de nunca acabar. _Fin de la historia de un buen Brama_. --- Provided by LoyalBooks.com ---